viernes, 25 de mayo de 2012


HISTORIAS DE TRENES RUSOS.


Otro tren me ha devuelto a mi suburbio. No hay dinero para aviones.
Don Pablo Neruda decía que Moscú es una ciudad para lucir en invierno. Lo decía cuando venía a visitar a su amigo Ehrenburg y se bebía las botellas que encontraba en su piso de la calle Tverskaya. Seguramente lo decía porque, imagino, después se divertían tirándose bolas de nieve el uno al otro, hacían muñequitos... Pero no le faltaba razón. Sin duda, a esta ciudad amarillenta y de rostro encendido le van mejor el blanco y los azules de la invernal palidez. En verano, desnuda de nieve, sigue siendo espléndida, pero menos misteriosa, más cómoda, pero menos heroica.

Estos días, el polen de los álamos, en blancas tormentas, cubre las aguas del estanque. Hace calor. Los días suelen ser azules y las pequeñas lluvias se reciben con alegría. Los muchachos del OccupyAbay han montado un campamento junto a la estatua del poeta kazajo: no sé qué decir al respecto. En asamblea han votado la libertad de integración de cualquier grupo. Junto a los socialistas, sentados a la izquierda de los anarquistas, se han agrupado los neonazis, y a su derecha, los liberales... me falta capacidad de análisis para semejante cosa.



Hay un nuevo ministro de educación en el Kremlin: dice que el problema son las plazas públicas en las universidades, las que quedan, sólo una mitad; hay que hacerlas de pago, muy de pago (decenas de miles de euros al año las más baratas), para fomentar no sé qué competitividades, no sé qué potencial.
De su madre no ha dicho ni una palabra.
La soga que se sigue apretando, mientras el ahorcado piensa en playas lejanas y en que la soga es un collar de perlas.

(Llevo con pena las ácidas e injustas críticas que el colectivo de geógrafos ha vertido sobre mi última reseña de Arqueología III. Tras el cobarde escondite del anónimo, se me acusa de no rendir homenaje al profesor Navalpotro. De ninguna forma reniego de sus enseñanzas en aquella asignatura optativa de geografía urbana, a la que asistí un día. Quizás el anónimo esté resentido por alguna otra razón, quizás académica, probablemente. Da la cara.
A su vez, quiero agradecer al colectivo de poetas argentinos sus amables palabras, y quiero animar a los millones de lectores que cada día inundan este blog a que no sólo lean lo que yo escribo sino también lo que yo leo, y en algún rincón de mi perfil de esta página deben estar señaladas mis preferencias).

Pero hoy se apetece hablar de los trenes rusos, recién bajado de uno.
He perdido la cuenta de cuántos viajes en tren he hecho por Rusia. Cuando se pierde la cuenta de algo, es que se empieza a interiorizar.

Hace más de diez años que atravesé por primera vez medio país para llegar a la siberiana Irkutsk. Viajaba entonces sin teléfono, casi un adolescente todavía, 5 días de camino, con un pésimo ruso. Recuerdo aquel señor de al lado, que me hablaba de pesca, me enseñaba sus anzuelos, me marcaba con las manos el tamaño de peces que deben ser terroríficos... y yo decía que sí a todo.
Desde aquella primera sensación de casi miedo, de estar perdido en medio de la taiga, hasta la naturalidad de hoy, muchas han sido las imágenes y sensaciones que se han quedado grabadas.

Adoro estos trenes. Puedo ya recrear mentalmente su olor a sábanas recién lavadas, algo de madera y pies descalzos, el ruido continuo de las cucharillas dando vuelta al té, los ronquidos vecinos, los cuchicheos en la noche, la voz de la jefa de vagón, el traqueteo del tren, el tacto aspero de las mantas... La sola idea de pasar varios días tumbado es atractiva, girando la cabeza para ver pasar miles de kilómetros y de minutos.


Bosques y más bosques, lagos, enormes ríos, y el tren se para en alguna estación de las profundidades. Las ancianas de cada pequeña ciudad se acercan al tren con carnes, pescados, verduras, zumos de savia de abedul, cerveza... Bajamos, en pijama y zapatillas, andamos por el andén entre perros callejeros. Escasos veinte minutos de contacto con una ciudad que adivinas está tras la pequeña estación.

Se hacen amigos de kilómetros, van pasando las aldeas. Se ponen sobre la mesa los pollos asados, las patatas hervidas, las galletas, las tazas de té, los fiambres, se comparte todo... detrás de la imagen de la mesa y los productos a compartir recuerdo a veteranos de la guerra de Afganistán, jóvenes uzbekos, tártaros, mujeres que saben todo de la vida, ancianos que te ganan siempre al ajedrez, borrachos que no se despiertan, abuelitas y nietas, jóvenes recién salidos de la cárcel que vuelven a casa... todos se abren a la conversación en los trenes, se habla de todo, se cuenta todo. El desconocido al que no volverás a ver te sirve de desahogo. Hace escasos días hice amistad con un hombre del norte: me hablaba de tundras, esquimales, osos blancos y auroras boreales, sitios desconocidos para mí, que ahora son ansiedad por conocerlos. En los asientos – cama laterales, siempre hay un ruso en silencio, mirando por horas el paisaje, tragando vacío, dando pequeños sorbitos al té.


Intento descubrir mis tres momentos preferidos, vividos en los trenes. Los tres paisajes que se me han quedado grabados como materia viva, y no quiero olvidar.

El primero fue de sobrecogimiento. Hace ya nueve años de aquello. El trayecto Irkutsk – Bratsk. Aquel joven de secano que era yo, se adentraba en el corazón de Siberia. Fue un dos de enero. En la calle hacía 30 grados bajo cero. Y nunca antes vi, ni después, un paisaje totalmente blanco. Ni un color más, ni siquiera sombras. Las formas, de abetos y colinas había que adivinarlas bajo gigantes capas de nieve. Incluso el cielo era blanquecino, grisáceo, metálico, anunciante de más tormentas. Me recuerdo embobado, inmóvil, mirando por la ventana. De aquellas dieciocho horas de viaje es lo único que no olvido.

El segundo momento fue en un viaje a Ucrania, a Odesa (suspiros profundos). Estábamos acompañados de charlatanes y alegres odesitas (andaluces rusos). En las camas laterales durmieron las treinta horas del viaje dos hombres, que en los veinte minutos de espera antes de que el tren partiera de Moscú, yo lo vi, se bebieron un litro de vodka. Por la noche, dos o tres de la mañana, con el sueño distraído, pero adormilado, me incorporé hacia la ventana: vi una mancha larga, ancha, como de plata, que atravesaba la noche. Era el gran río Dnieper... ¡Poltava!, las tierras de mi adorado Gógol. Horas pasé, entre cabezadas, medio en sueños, medio despierto, buscando en la oscuridad las casas de Dikanka, las ferias de Sorochintsi...

El tercer momento fue el más extraño y sorprendente. Fue en un tren hacia Viborg, desde San Petersburgo, viajando hacia las fronteras cercanas al círculo polar, a la altura de Finlandia.
Serían las diez de la mañana, recién despierto, no muy espabilado, torpe. Empezaba a clarear. Sobre enormes abetos, que por esas latitudes se van haciendo cada vez más escasos, vi aparecer una lucecita amarillenta. Con una galleta en la boca la miraba y la miraba. Muchas cosas se me pasaron por la cabeza: un farol perdido, una aparición mariana, una luciérnaga gorda, antes de entender que eso era el sol... pero qué sol, mínimo, apagado, tímido, débil, anémico, una pequeña y lejana bombilla, un sol al que se podía mirar tranquilamente sin entornar los ojos. Sorpresa de español que pensaba que todos los soles serían más o menos como el suyo.
Y según apareció, casi sin pilas, empezó a ponerse. Se unía el amanecer y el atardecer en un desayuno. Se hizo un poco más grande y rojo, y desapareció. No sobrevivió ni tres horas.








1 comentario:

  1. Es seguramente el cuento que más me gusta de los que tienes aquí. Vuelvo a leer sobre los tres momentos una y otra vez. La descripción del sol en Vyborg es preciosa, cada vez me deja sin palabras (y con una sonrisa). Ojalá hagamos otro viaje pronto.
    V.

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