HISTORIAS
DE TRENES RUSOS.
Otro
tren me ha devuelto a mi suburbio. No hay dinero para aviones.
Don
Pablo Neruda decía que Moscú es una ciudad para lucir en invierno.
Lo decía cuando venía a visitar a su amigo Ehrenburg y se bebía
las botellas que encontraba en su piso de la calle Tverskaya.
Seguramente lo decía porque, imagino,
después se divertían tirándose bolas de nieve el uno al otro,
hacían muñequitos... Pero no le faltaba razón. Sin duda, a esta
ciudad amarillenta y de rostro encendido le van mejor el blanco y los
azules de la invernal palidez. En verano, desnuda de nieve, sigue
siendo espléndida, pero menos misteriosa, más cómoda, pero menos
heroica.
Estos
días, el polen de los álamos, en blancas tormentas, cubre las aguas del
estanque. Hace calor. Los días suelen ser azules y las pequeñas
lluvias se reciben con alegría. Los muchachos del OccupyAbay han
montado un campamento junto a la estatua del poeta kazajo: no sé qué
decir al respecto. En asamblea han votado la libertad de integración
de cualquier grupo. Junto a los socialistas, sentados a la izquierda de los
anarquistas, se han agrupado los neonazis, y a su derecha, los
liberales... me falta capacidad de análisis para semejante cosa.
Hay
un nuevo ministro de educación en el Kremlin: dice que el problema
son las plazas públicas en las universidades, las que quedan, sólo
una mitad; hay que hacerlas de pago, muy de pago (decenas de miles de
euros al año las más baratas), para fomentar no sé qué
competitividades, no sé qué potencial.
De
su madre no ha dicho ni una palabra.
La
soga que se sigue apretando, mientras el ahorcado piensa en playas
lejanas y en que la soga es un collar de perlas.
(Llevo
con pena las ácidas e injustas críticas que el colectivo de
geógrafos ha vertido sobre mi última reseña de Arqueología III.
Tras el cobarde escondite del anónimo, se me acusa de no rendir
homenaje al profesor Navalpotro. De ninguna forma reniego de sus
enseñanzas en aquella asignatura optativa de geografía urbana, a la
que asistí un día. Quizás el anónimo esté resentido por alguna
otra razón, quizás académica, probablemente. Da la cara.
A
su vez, quiero agradecer al colectivo de poetas argentinos sus
amables palabras, y quiero animar a los millones de lectores que cada
día inundan este blog a que no sólo lean lo que yo escribo sino
también lo que yo leo, y en algún rincón de mi perfil de esta
página deben estar señaladas mis preferencias).
He
perdido la cuenta de cuántos viajes en tren he hecho por Rusia.
Cuando se pierde la cuenta de algo, es que se empieza a interiorizar.
Hace
más de diez años que atravesé por primera vez medio país para
llegar a la siberiana Irkutsk. Viajaba entonces sin teléfono, casi
un adolescente todavía, 5 días de camino, con un pésimo ruso.
Recuerdo aquel señor de al lado, que me hablaba de pesca, me
enseñaba sus anzuelos, me marcaba con las manos el tamaño de peces
que deben ser terroríficos... y yo decía que sí a todo.
Desde
aquella primera sensación de casi miedo, de estar perdido en medio
de la taiga, hasta la naturalidad de hoy, muchas han sido las
imágenes y sensaciones que se han quedado grabadas.
Adoro
estos trenes. Puedo ya recrear mentalmente su olor a sábanas recién
lavadas, algo de madera y pies descalzos, el ruido continuo de las
cucharillas dando vuelta al té, los ronquidos vecinos, los
cuchicheos en la noche, la voz de la jefa de vagón, el traqueteo del
tren, el tacto aspero de las mantas... La sola idea de pasar varios
días tumbado es atractiva, girando la cabeza para ver pasar miles de
kilómetros y de minutos.
Bosques
y más bosques, lagos, enormes ríos, y el tren se para en alguna
estación de las profundidades. Las ancianas de cada pequeña ciudad
se acercan al tren con carnes, pescados, verduras, zumos de savia de
abedul, cerveza... Bajamos, en pijama y zapatillas, andamos por el
andén entre perros callejeros. Escasos veinte minutos de contacto
con una ciudad que adivinas está tras la pequeña estación.
Se
hacen amigos de kilómetros, van pasando las aldeas. Se ponen sobre la mesa los pollos
asados, las patatas hervidas, las galletas, las tazas de té, los
fiambres, se comparte todo... detrás de la imagen de la mesa y los
productos a compartir recuerdo a veteranos de la guerra de
Afganistán, jóvenes uzbekos, tártaros, mujeres que saben todo de la
vida, ancianos que te ganan siempre al ajedrez, borrachos que no se
despiertan, abuelitas y nietas, jóvenes recién salidos de la cárcel
que vuelven a casa... todos se abren a la conversación en los
trenes, se habla de todo, se cuenta todo. El desconocido al que no
volverás a ver te sirve de desahogo. Hace escasos días hice amistad
con un hombre del norte: me hablaba de tundras, esquimales, osos
blancos y auroras boreales, sitios desconocidos para mí, que ahora
son ansiedad por conocerlos. En los asientos – cama laterales,
siempre hay un ruso en silencio, mirando por horas el paisaje,
tragando vacío, dando pequeños sorbitos al té.
Intento
descubrir mis tres momentos preferidos, vividos en los trenes. Los
tres paisajes que se me han quedado grabados como materia viva, y no
quiero olvidar.
El
primero fue de sobrecogimiento. Hace ya nueve años de aquello. El
trayecto Irkutsk – Bratsk. Aquel joven de secano que era yo, se
adentraba en el corazón de Siberia. Fue un dos de enero. En la calle
hacía 30 grados bajo cero. Y nunca antes vi, ni después, un paisaje
totalmente blanco. Ni un color más, ni siquiera sombras. Las formas,
de abetos y colinas había que adivinarlas bajo gigantes capas de
nieve. Incluso el cielo era blanquecino, grisáceo, metálico,
anunciante de más tormentas. Me recuerdo embobado, inmóvil, mirando
por la ventana. De aquellas dieciocho horas de viaje es lo único que
no olvido.
El
segundo momento fue en un viaje a Ucrania, a Odesa (suspiros
profundos). Estábamos acompañados de charlatanes y alegres odesitas
(andaluces rusos). En las camas laterales durmieron las treinta horas
del viaje dos hombres, que en los veinte minutos de espera antes de
que el tren partiera de Moscú, yo lo vi, se bebieron un litro de
vodka. Por la noche, dos o tres de la mañana, con el sueño
distraído, pero adormilado, me incorporé hacia la ventana: vi una
mancha larga, ancha, como de plata, que atravesaba la noche. Era el
gran río Dnieper... ¡Poltava!, las tierras de mi adorado Gógol.
Horas pasé, entre cabezadas, medio en sueños, medio despierto,
buscando en la oscuridad las casas de Dikanka, las ferias de
Sorochintsi...
El
tercer momento fue el más extraño y sorprendente. Fue en un tren
hacia Viborg, desde San Petersburgo, viajando hacia las fronteras
cercanas al círculo polar, a la altura de Finlandia.
Serían
las diez de la mañana, recién despierto, no muy espabilado, torpe.
Empezaba a clarear. Sobre enormes abetos, que por esas latitudes se
van haciendo cada vez más escasos, vi aparecer una lucecita
amarillenta. Con una galleta en la boca la miraba y la miraba. Muchas
cosas se me pasaron por la cabeza: un farol perdido, una aparición
mariana, una luciérnaga gorda, antes de entender que eso era el
sol... pero qué sol, mínimo, apagado, tímido, débil, anémico,
una pequeña y lejana bombilla, un sol al que se podía mirar
tranquilamente sin entornar los ojos. Sorpresa de español que
pensaba que todos los soles serían más o menos como el suyo.
Y
según apareció, casi sin pilas, empezó a ponerse. Se unía el
amanecer y el atardecer en un desayuno. Se hizo un poco más grande y
rojo, y desapareció. No sobrevivió ni tres horas.
Es seguramente el cuento que más me gusta de los que tienes aquí. Vuelvo a leer sobre los tres momentos una y otra vez. La descripción del sol en Vyborg es preciosa, cada vez me deja sin palabras (y con una sonrisa). Ojalá hagamos otro viaje pronto.
ResponderEliminarV.