martes, 8 de enero de 2013



EL CORAZÓN DE LOS URALES


Ekaterimburgo, igual que Estambul, con Asia a un lado y al otro Europa.
Como Estambul, también tiene puerto. Un puerto seco, al que llegan cientos de ríos de piedras y metales, trenes, vagones como barcos.
Los Montes Urales, más viejos que nadie, han sido tan comidos por el aire y el agua que a sus montañas sólo les queda el corazón abierto. Esta es la patria de las minas.
Las calles de sus ciudades suelen estar adornadas por grandes rocas. Orgullosos de ellas, en sus panzas ponen placas de metal donde se ve una serpiente con una corona. Eso viene de un cuento de Bazhov, el más importante cantor de estas tierras, aquel que escribió “La flor de piedra” (cómo no), musicalizada después por Prokófiev.

Pero, a pesar de lo pétreo del asunto, el Dios es de madera. En uno de sus muchos y hermosos museos, con sus tres metros de altura, y desde su vitrina, hace como que calla el Ídolo de Shiguir, la escultura de madera más antigua del mundo, con sus diez mil años de vejez.

La carretera que va desde Ekaterimburgo a Kirovgrad pasa junto al lugar donde se encontró. Pero no se ve nada, cortinas de árboles blancos, nieve blanca y cielo gris.


Otra vez Kirovgrad. Sincronizadas casas amarillentas, cuadradas, entre los bosques blancos, la escuela, la plaza, las chimeneas de las fábricas, el frío extremo... la apoteosis del Futurismo. Hace poco me hicieron recordar a Beli... “este país es para la epopeya”, decía, atacando a los acmeístas. Sí, es épico existir aquí. Triunfan los verbos, el idioma ruso está infestado de ellos. La lírica somos nosotros.

El bisabuelo, el tártaro Yerulá, era profesor de árabe en Ufá. Llegado el día, empezó a dar también clases para campesinos, trabajadores, analfabetos... Después lo detuvieron, lo mandaron a Siberia y lo encerraron allí hasta que murió el tirano. El otro bisabuelo fue conductor de camiones contra los alemanes en el frente de Bielorrusia.
El viejo árbol de año nuevo en una caja de cartón. Figuritas de cristal. Una mazorca de maíz, un pepino, un reloj, un viejo duende con barba de algodón, un soldadito con una estrella roja, un limón, un muñequito de nieve... Ensalada de arenques con remolacha, cebolla y patata, setas marinadas, mandarinas, gelatina con carne... Entre el hielo de las ventanas se ve la plaza, la estatua de Kírov, el Palacio de Cultura, mientras sigue nevando.

Nos reímos. El abuelo vuelve a contar su gran historia. Sobre cuando un autobús le pasó por encima de la cabeza después de resbalarse en el hielo cruzando la carretera. Los compañeros de la fábrica vinieron a a su funeral. “¡Yakovlevich! ¿Pero qué haces?” - le regañaban, contentos - “¡Nos han dado el día libre en la fábrica para enterrarte!”.
Esto es de cuando en el mundo no había teléfonos móviles, de cuando las sorpresas eran más rotundas.
Ahora el abuelo ya no sale de casa. Cosas de la edad. Mira por la ventana mientras fuma y dice siempre dice lo mismo: “Hace ya tanto tiempo de eso, tanto tiempo...” Aparece el presidente en la televisión, quedan diez minutos para las doce y el fin del año. El abuelo se duerme profundamente.

El año nuevo empieza con una explosión de sol y cielo azul. Los optimistas hablan de veintiocho grados bajo cero. La gente está de buen ánimo. Algunos se tambalean todavía, y se tambalearán por tiempo indefinido. Se reparten felicitaciones. Sobre un viejo trineo tiramos de tres grandes bidones de agua. De forma milagrosa, hay agua líquida en el manantial.
Durante el largo camino, las pequeñas vallas de las casas se doblan, se contonean, se retuercen bajo el peso de la nieve. Pierden sus colores con el tiempo. Desteñidas, torcidas, magníficas. Algunos, los del mal gusto, los traidores, las ponen nuevas, rectas. A esas ni las miro.

Un fino chorro de agua sale de lo hondo de la tierra, y a los pocos metros, al llegar al arroyo, se hace hielo. Los vecinos han hecho a la fuente una caseta de madera verde. Sobre ella está pintado Pushkin, y un poema escrito con letra infantil.

Atardece pronto. Los pescadores vuelven caminando sobre el hielo del enorme lago, como pulgas negras que se mueven sobre una hoja de papel. Cae la noche. Se oyen petardos, fuegos artificiales y, entre medias, mucho silencio. En ese bosque hay lobos, alces, osos. El más temido es el llamado “Shatún”, aquel oso rebelde que, nadie sabe por qué razón, no se duerme en invierno. Ese pasa estos meses tambaleándose entre la nieve, soñoliento, hambriento y furioso. Con el enérgico y sorprendido acento de estas tierras me cuentan que no hay que temerles en verano, que pasan sin más, que hay comida para todos. Pero ahora... ahora es mejor beber un poquito de vodka, coge un poco de embutido, y vuelve en verano, que iremos a buscar oro, y pescaremos unos peces así de grandes... Qué poco se parecen estos hombre y estas mujeres a los de Moscú, San Petersburgo... Su pueblo es más grande que cualquier metrópoli. Aquí se lleva por dentro y por fuera un horizonte mucho más ancho.

Ekaterimburgo otra vez. Visitamos sus esculturas de hielo, en la Plaza de 1905. Paseo por la Calle Vainer, la Calle Lenin... arriba, en la zona de las universidades, hace enmudecer a cualquier capital del mundo.
De esos bloques de viviendas me cuentan una historia curiosa: cuando se construyeron, en los años 30, no hicieron cocinas en los pisos. Había que liberar a la mujer de la esclavitud de la cocina, y en su lugar, pusieron unos grandes comedores a los que iban los vecinos a comer juntos.
El proyecto fracasó. Las ideas hermosas no son siempre buenas ideas. A la gente le gustaba cocinar, como tantas cosas que son innegociables. Construyeron cocinas.

El tren ya marcha. Pasamos por las tierras de Bashkortostán, Tatarstán... Embobados pasamos las horas viendo abetos gigantes. Mañana estaremos ya en la templada, cálida, tropical Moscú. Después del frío de los Urales, cuentan que en Moscú crece la papaya, el aguacate y florece el limonero.