jueves, 31 de mayo de 2012


LOS MAYAS Y LA GUERRA FRÍA.


“Todo lo que haya sido creado por una mente humana, puede ser descifrado por otra mente humana” Yuri Knórozov.


Que no deje de cundir el pánico.
Sobre aquel que se haya sorprendido por el título, podemos saber en qué lado de la Guerra Fría tenía la televisión. Si hay algún señor maya entre los lectores, que hasta ahora no he tenido ninguno, habrá entendido la relación rápidamente.

Sobre los Mayas escuchamos hoy sobre su famoso calendario y sus textos proféticos. Algunos empiezan a contar los días y otros se sonríen con el asunto. Pero pocos se han hecho la pregunta de cómo demonios podemos hoy descifrar la bellísima escritura de aquel pueblo. Para eso estoy yo aquí.

La solución es una historia extraordinaria, y una de las más cruentas batallas, a nivel científico, que hubo entre los soviéticos y los estadounidenses, y que duró más de cuarenta años. Es también la historia de un hombre grande, ídolo, guía, el 9 que necesitamos en la selección.

Imaginen una residencia de estudiantes soviética, años 40, Moscú. Esas residencias son para mí el lugar más fabuloso de este país. Todavía quedan en pie bastantes de ellas, las otras se han ido convirtiendo en oficinas, salones de belleza y residencias para trabajadores ilegales. Yo las conozco bien, las he vivido varios años. Habitaciones para uno, dos, tres o más estudiantes de todos los rincones del planeta. Cocinas y baños comunales. Madera vieja y carcomida, largos pasillos. Bullicio, risas de jovencitas. Alcoholes incomprensibles, trasnochadas de charla en la cocina, un etíope hirviendo unas patatas, un húngaro partiendo el pan negro y duro, un vietnamita que cuece arroz y el descendiente de cosacos que saca una guitarra; los rusos, mayoría, tratan de explicar su idioma imposible, mientras no entienden el ruso de los demás. Impulsos juveniles, ganas de aprenderlo todo, de discutirlo todo. Y risas de jovencitas.

Entre esos, u otros parecidos, estaba Knórozov.
Un hombre alegre, cariñoso, simpático, encantador. Pudiera parecer que nos odia a todos, generación tras generación, pero en realidad está pensando en los Mayas.
Llegó de Járkov, Ucrania. Llegó con un gato y un paquete de tabaco negro. Tocaba el violín, estudiaba lingüística, historia y etnografía... pero no tuvo tiempo de estudiar mucho: llegaron los alemanes...

Año 15...y pico. Los españoles llegaron a tierras Mayas y ocuparon a la fuerza las tierras de los descendientes de aquel pueblo. De entre tanto bruto español, había uno con más luces que los demás. Era del Atleti, dicen. Diego de Landa, un sacerdote que intentó comunicarse con aquellos habitantes. Extasiado por encontrar un alfabeto americano, y de una belleza tan sobrecogedora, sentó a un hombre frente a él, y en unas hojitas ponía la transcripción latina a lo que el otro hacía como que leía... no sabía aquel buen hombre que aquel idioma era silábico y no correspondía cada símbolo a una sola letra. Pero fue un primer paso, un loable intento.

Año 1945. Los soldados soviéticos entraban en Berlín. La Victoria. Uno de ellos se alejó del resto y entró en una biblioteca. De allí sacó varios libros, sin fecha de devolución. Era Knórozov. Con su trofeo de guerra bajo el brazo, regresó a Moscú. Uno era el libro de Diego de Landa, “Relación de las cosas del Yucatán”, más algunos otros fracasados intentos por traducir la escritura maya, así como copias de la Biblioteca de Madrid con los pocos textos mayas que los españoles no destruyeron.

Knórozov volvió a Moscú. Terminó sus estudios y marchó a Leningrado. Allí habría de doctorarse. Con sus escasos treinta años de edad y un desafío en la cabeza, se encerró en la habitación de su residencia, con su gato, tabaco negro y unas botellas de vino. Lo que pasó allí dentro no lo sabe nadie.

Cuando salió mostró su trabajo: acababa de descifrar la escritura maya.
Nadie lo podía creer. Tocaba demostrarlo.

La mejor prueba, además de la lingüística, es que a lo largo de los años, Knórozov tradujo textos que describían cosas que después los hallazgos arqueológicos iban descubriendo. No cabía ninguna duda, lo había conseguido. Todo cuadraba, cada comprobación era buena, daba pasos a otros aciertos, los historiadores y científicos de medio mundo encontraban sentido a los restos e informaciones encontradas.

Ahora hay que imaginar una universidad estadounidense de los años 50. Como esas de las películas. Hay algunos profesores nuevos: son los científicos nazis que han sido salvados por los EEUU de ser juzgados en Nuremberg por crímenes contra la humanidad. Uno de ellos ya es el cerebro de la NASA. Nunca se dio un permiso de residencia tan rápido. Por el Campus sigue sin haber muchos brothers, en realidad no hay mucha gente: son privadas, y muy caras. Entre ellos hay un tal Thompson, el mayor experto en Cultura Maya de los Estados Unidos. Puso el grito en el cielo. No podían permitir que la Unión Soviética y su insultante concepto de la cultura les ganase la partida.

Thompson, y un gran grupo de expertos anglosajones organizaron un masivo ataque contra el trabajo de Knórozov. El odio al maldito rojo consiguió elevar, a niveles históricos, el avance en la investigación de civilizaciones precolombinas en los EEUU. La URSS respondió con otra ola de expertos arropando a su estrella. Un momento extraordinario para la ciencia.
Difícil, muy difícil era digerir la idea de que un jovenzuelo soviético, sin coche ni animadoras con pompones, y lo que es peor, de una Universidad Pública, gratuita, desde una humilde habitación, pudiese haberlo conseguido antes que ellos.

La apoteosis de la rabieta estadounidense fue la declaración del ya acorralado y rendido Thompson: “La prueba de su error es que no se puede lograr un hallazgo tal en base a ideas marxistas-leninistas”
Estamos en disposición de asegurar que en toda la historia de la Unión Soviética jamás se dijo una tontería tan grande. Aunque algunos estuvieron muy cerca.

Thompson murió sin admitir el descubrimiento del otro. En los Estados Unidos no se admitió hasta que a principios de los noventa, México galardonó a Knorozov, admitiéndole el mérito, así como Rusia ya había cambiado los libros por las tarjetas de crédito. A su vez, y mientras renegaban de ello, utilizaron los códigos de Knórozov durante los cuarenta años de absurda discusión, gracias a los cuales hicieron grandes descubrimientos. Y ni una sola vez se les cayó la cara de vergüenza.

Knorozov murió en 1999. Fue en un pasillo abarrotado, en un hospital de San Petersburgo para pobres, que ya eran mayoría.
A su entierro no fue nadie. Lo enterraron en un nuevo cementerio construido sobre un antiguo basurero.

Cuando escuchen otra vez eso del calendario y el fin de los días, acuérdense de él.

viernes, 25 de mayo de 2012


HISTORIAS DE TRENES RUSOS.


Otro tren me ha devuelto a mi suburbio. No hay dinero para aviones.
Don Pablo Neruda decía que Moscú es una ciudad para lucir en invierno. Lo decía cuando venía a visitar a su amigo Ehrenburg y se bebía las botellas que encontraba en su piso de la calle Tverskaya. Seguramente lo decía porque, imagino, después se divertían tirándose bolas de nieve el uno al otro, hacían muñequitos... Pero no le faltaba razón. Sin duda, a esta ciudad amarillenta y de rostro encendido le van mejor el blanco y los azules de la invernal palidez. En verano, desnuda de nieve, sigue siendo espléndida, pero menos misteriosa, más cómoda, pero menos heroica.

Estos días, el polen de los álamos, en blancas tormentas, cubre las aguas del estanque. Hace calor. Los días suelen ser azules y las pequeñas lluvias se reciben con alegría. Los muchachos del OccupyAbay han montado un campamento junto a la estatua del poeta kazajo: no sé qué decir al respecto. En asamblea han votado la libertad de integración de cualquier grupo. Junto a los socialistas, sentados a la izquierda de los anarquistas, se han agrupado los neonazis, y a su derecha, los liberales... me falta capacidad de análisis para semejante cosa.



Hay un nuevo ministro de educación en el Kremlin: dice que el problema son las plazas públicas en las universidades, las que quedan, sólo una mitad; hay que hacerlas de pago, muy de pago (decenas de miles de euros al año las más baratas), para fomentar no sé qué competitividades, no sé qué potencial.
De su madre no ha dicho ni una palabra.
La soga que se sigue apretando, mientras el ahorcado piensa en playas lejanas y en que la soga es un collar de perlas.

(Llevo con pena las ácidas e injustas críticas que el colectivo de geógrafos ha vertido sobre mi última reseña de Arqueología III. Tras el cobarde escondite del anónimo, se me acusa de no rendir homenaje al profesor Navalpotro. De ninguna forma reniego de sus enseñanzas en aquella asignatura optativa de geografía urbana, a la que asistí un día. Quizás el anónimo esté resentido por alguna otra razón, quizás académica, probablemente. Da la cara.
A su vez, quiero agradecer al colectivo de poetas argentinos sus amables palabras, y quiero animar a los millones de lectores que cada día inundan este blog a que no sólo lean lo que yo escribo sino también lo que yo leo, y en algún rincón de mi perfil de esta página deben estar señaladas mis preferencias).

Pero hoy se apetece hablar de los trenes rusos, recién bajado de uno.
He perdido la cuenta de cuántos viajes en tren he hecho por Rusia. Cuando se pierde la cuenta de algo, es que se empieza a interiorizar.

Hace más de diez años que atravesé por primera vez medio país para llegar a la siberiana Irkutsk. Viajaba entonces sin teléfono, casi un adolescente todavía, 5 días de camino, con un pésimo ruso. Recuerdo aquel señor de al lado, que me hablaba de pesca, me enseñaba sus anzuelos, me marcaba con las manos el tamaño de peces que deben ser terroríficos... y yo decía que sí a todo.
Desde aquella primera sensación de casi miedo, de estar perdido en medio de la taiga, hasta la naturalidad de hoy, muchas han sido las imágenes y sensaciones que se han quedado grabadas.

Adoro estos trenes. Puedo ya recrear mentalmente su olor a sábanas recién lavadas, algo de madera y pies descalzos, el ruido continuo de las cucharillas dando vuelta al té, los ronquidos vecinos, los cuchicheos en la noche, la voz de la jefa de vagón, el traqueteo del tren, el tacto aspero de las mantas... La sola idea de pasar varios días tumbado es atractiva, girando la cabeza para ver pasar miles de kilómetros y de minutos.


Bosques y más bosques, lagos, enormes ríos, y el tren se para en alguna estación de las profundidades. Las ancianas de cada pequeña ciudad se acercan al tren con carnes, pescados, verduras, zumos de savia de abedul, cerveza... Bajamos, en pijama y zapatillas, andamos por el andén entre perros callejeros. Escasos veinte minutos de contacto con una ciudad que adivinas está tras la pequeña estación.

Se hacen amigos de kilómetros, van pasando las aldeas. Se ponen sobre la mesa los pollos asados, las patatas hervidas, las galletas, las tazas de té, los fiambres, se comparte todo... detrás de la imagen de la mesa y los productos a compartir recuerdo a veteranos de la guerra de Afganistán, jóvenes uzbekos, tártaros, mujeres que saben todo de la vida, ancianos que te ganan siempre al ajedrez, borrachos que no se despiertan, abuelitas y nietas, jóvenes recién salidos de la cárcel que vuelven a casa... todos se abren a la conversación en los trenes, se habla de todo, se cuenta todo. El desconocido al que no volverás a ver te sirve de desahogo. Hace escasos días hice amistad con un hombre del norte: me hablaba de tundras, esquimales, osos blancos y auroras boreales, sitios desconocidos para mí, que ahora son ansiedad por conocerlos. En los asientos – cama laterales, siempre hay un ruso en silencio, mirando por horas el paisaje, tragando vacío, dando pequeños sorbitos al té.


Intento descubrir mis tres momentos preferidos, vividos en los trenes. Los tres paisajes que se me han quedado grabados como materia viva, y no quiero olvidar.

El primero fue de sobrecogimiento. Hace ya nueve años de aquello. El trayecto Irkutsk – Bratsk. Aquel joven de secano que era yo, se adentraba en el corazón de Siberia. Fue un dos de enero. En la calle hacía 30 grados bajo cero. Y nunca antes vi, ni después, un paisaje totalmente blanco. Ni un color más, ni siquiera sombras. Las formas, de abetos y colinas había que adivinarlas bajo gigantes capas de nieve. Incluso el cielo era blanquecino, grisáceo, metálico, anunciante de más tormentas. Me recuerdo embobado, inmóvil, mirando por la ventana. De aquellas dieciocho horas de viaje es lo único que no olvido.

El segundo momento fue en un viaje a Ucrania, a Odesa (suspiros profundos). Estábamos acompañados de charlatanes y alegres odesitas (andaluces rusos). En las camas laterales durmieron las treinta horas del viaje dos hombres, que en los veinte minutos de espera antes de que el tren partiera de Moscú, yo lo vi, se bebieron un litro de vodka. Por la noche, dos o tres de la mañana, con el sueño distraído, pero adormilado, me incorporé hacia la ventana: vi una mancha larga, ancha, como de plata, que atravesaba la noche. Era el gran río Dnieper... ¡Poltava!, las tierras de mi adorado Gógol. Horas pasé, entre cabezadas, medio en sueños, medio despierto, buscando en la oscuridad las casas de Dikanka, las ferias de Sorochintsi...

El tercer momento fue el más extraño y sorprendente. Fue en un tren hacia Viborg, desde San Petersburgo, viajando hacia las fronteras cercanas al círculo polar, a la altura de Finlandia.
Serían las diez de la mañana, recién despierto, no muy espabilado, torpe. Empezaba a clarear. Sobre enormes abetos, que por esas latitudes se van haciendo cada vez más escasos, vi aparecer una lucecita amarillenta. Con una galleta en la boca la miraba y la miraba. Muchas cosas se me pasaron por la cabeza: un farol perdido, una aparición mariana, una luciérnaga gorda, antes de entender que eso era el sol... pero qué sol, mínimo, apagado, tímido, débil, anémico, una pequeña y lejana bombilla, un sol al que se podía mirar tranquilamente sin entornar los ojos. Sorpresa de español que pensaba que todos los soles serían más o menos como el suyo.
Y según apareció, casi sin pilas, empezó a ponerse. Se unía el amanecer y el atardecer en un desayuno. Se hizo un poco más grande y rojo, y desapareció. No sobrevivió ni tres horas.








viernes, 18 de mayo de 2012



CURSO DE ARQUEOLOGÍA III. KIROVGRAD.

Escribo esto desde un Café de Ekaterinburgo, Sverdlovsk para los amigos. Allí donde, según nuestro venerado Maiakovsky: “yace la última sabandija de una dinastía que tanto dolor y sangre causó”. En honor de aquel último Zar y su familia asesinada, hoy se levanta un templo donde se puede visitar aquella habitación, y donde están sus tumbas. A su vez, se pueden comprar pañuelos, estampillas... está llenita de pequeños puestos y mercaderes.

Como se puede observar, el templo es una especie de cohete-supositorio para monárquicos estreñidos. El resto de la ciudad es realmente hermosa, y habrá que dedicarle unas palabras, otro día.


Pero hoy las masas me piden que hable de la pequeña ciudad de Kirovgrad. Yo me debo a las masas. Lo haré valiéndome de una curiosa circunstancia, útil para nuestro arrimarnos a este país: en Kirovgrad pueden verse, de forma resumida, casi todos los tipos de casa donde los habitantes de Rusia han vivido durante el último siglo. La literatura rusa está llena de referencias a estas viviendas, y habrá a quien esto le sirva de provecho, de prueba. Con esta excusa lanzo otro sospechoso y censurable “curso de arqueología”, junto a mis torcidas fotos.

Una pequeña introducción: Kirovgrad es una pequeña ciudad de unos veinte mil habitantes, situada en el corazón de los Montes Urales. Estos Montes, sin ser muy grandes en altura, sí lo son en su riqueza de minerales. Corre por aquí la leyenda de que toda la Tabla Periódica de Elementos se puede encontrar en estos suelos, y que el mismo Mendelev se valió de estos montes para componerla. Yo mismo me llevo los bolsillos llenos de piedras extrañas que he ido encontrando en mis paseos.

Gracias a esa riqueza, los Urales son una importante zona industrial, de grandes fábricas, minas, destino de millones de obreros de todos los puntos del país.
El decidido apoyo de esos mismos obreros de los Urales al bando rojo, declinó definitivamente la balanza contra los blancos en la Guerra Civil Rusa durante los años veinte.

Kirovgrad, cuyo antiguo nombre era el de Kalatá, fue creciendo alrededor de sus gigantes fábricas, de su gigante lago y rodeada por sus gigantes bosques.

Hoy parece una ciudad detenida en un “Pause” de vídeo antiguo. Sigue siendo un hermoso lugar. Belleza de cara lavada, sin maquillaje, de paredes comidas por el hielo del invierno que muestran en retazos las viejas capas de pintura. Sus estadios, casas de cultura, bibliotecas... muestran tamaños de capital europea. Pero los acompaña la sensación de no saber si van a abrir sus puertas o a cerrarlas, ni prisa por decidirse. Todavía se pueden ver guarderías para niños dentro de fábricas para padres, de fábricas con biblioteca y Club Social... en un estado que anima a la tristeza. No hace mucho derribaron un hospital. El de maternidad lo cerraron.

Todo es marrón, anaranjado, amarillento y grisáceo. El paisaje es de colinas suaves, verdes. Dicen que hay osos, lobos y alces por aquí. Y hay, y hubo siempre, buscadores de oro, material muy abundante en estas tierras y en las tiendas y cuellos de Moscú.
También es tierra de leyendas, de heroicidades y anécdotas anónimas de vidas sencillas. Te las cuentan con un acento que me ha terminado por agradar. Directo, rápido, enérgico, con un matiz como de incredulidad a cada pregunta. Un buen acento para darse la mano y sentarse a beber. Admito que me fue difícil asumirlo al principio, acostumbrado al melódico, lento y operístico acento de Moscú.

Y bien, además de ser un buen ejemplo de buenas gentes, hospitalidad y coquetas calles anaranjadas que suben y bajan, Kirovgrad conserva un excelente muestrario de casas, un buen resumen del último siglo en Rusia.

Esta es la casa típica, la de siempre, de madera. No me resisto a poner esta foto invernal, de la última vez que estuve, por su encanto. A pesar de que las hay de todas formas y tamaños, me conmueven especialmente la imagen de esas casas cuando están solitarias y desde el tren las ves, pobres, desgastadas, pero siempre con los marcos pintados de algún color vivo. Sea quien sea el que vive en ellas, sea una abuela con su pañuelo, una pareja de jóvenes o un alcohólico practicante, siempre pintan, cada primavera, esos colores, y convierten su, a menudo humilde casa, en un cuento. Todavía las hay, muchas. En la Unión Soviética muchos decidieron valerse de las facilidades para construir estas casas, antes que recibir un piso, algo que a veces tomaba mucho tiempo. No son dachas: ese tipo de casas son las de descanso, alrededor de las ciudades y que antes cada familia tenía derecho a ocupar no se cuántos metros para hacerse una.
Estas otras son casas de vivir. Las de los cuentos, los relatos antiguos, las de las comidas en el gran horno y los hombres entrando, huyendo de la ventisca de nieve y frío.

Las siguiente son los “baraki”, algo que recuerda a “barracones”. Siempre de madera, con varios pisos. Su origen es de mediados del siglo XIX, y se empleaban para meter a los trabajadores. Tras la Revolución empezaron a derribarse o se reformaron para resultar más cómodos, y algunos resistieron el tiempo. Durante algún tiempo, vivían varias familias en cada casa, y fueron el origen de las famosas “komunalkas”, casas comunales, frecuentes hasta los años 50-60 (y desde hacía siglos). Son frecuentes, por ejemplo, en los relatos de Platonov, y en los relatos dedicados a la construcción del Transiberiano o la colonización de Siberia. También, en mi opinión, algunas de estas casas rodean a los héroes de “Los Doce”, de Blok. Hoy, los pocos que quedan están nuevamente habitadas por humildes familias que han vuelto a ocupar las que durante decenas de años se conservaron como residencia temporal de trabajadores en zonas lejanas.

Llegaron los años 30. Durante esa década, y hasta la Gran Guerra, se construyeron en Rusia las casas más hermosas y bien hechas de su historia (aparte de los Palacios). Son casas amarillentas y anaranjadas, de dos o tres pisos (muchos más en Moscú), y hoy son las viviendas más caras del país. Macizas, de altos techos, hincadas en el suelo, rodeadas de arboledas... En Kirovgrad, dicen, son más tardías, de los años cuarenta y cincuenta. También allí se organizaron familias comunales, con habitaciones individuales y cocinas y baños compartidos. Hoy las guardan cientos de gatos. Su mal estado las hace aun más sugerentes. La pintura gastada, los caminos rotos, la madera de las ventanas astilladas... excitan la imaginación y la nostalgia. Hoy veo coches caros aparcados frente a ellas. Se oyen niños jugar. Cualquier signo de vida las hace parecer eternas.



Los primeros bloques de pisos se empezaron a levantar tras los años cincuenta. En Kirovgrad mantuvieron el gusto por los colores, que el tiempo va mezclando, frente a los grises que iban invadiendo las grandes ciudades. Siempre en grupos de cuatro, cercando un enorme patio con enormes arboledas, motivo de orgullo de los vecinos, los mismos hoy que las plantaron entonces. Por primera vez las casas unifamiliares se hicieron mayoría, y unos años más tarde, en la norma habitual. Cada edificio recuerda qué fábrica u organización lo construyó. Los iban recibiendo las familias que llegaban al trabajo, dependiendo el tamaño de las casas del número de miembros de la familia. Algunos ancianos bromean hoy recordando cómo había que buscarse novia y dejarla embarazada para tener mejores opciones. De este tipo, junto con otras similares ya grises y más feas en apariencia, se mantuvieron y fueron aumentando la ciudad hasta los años ochenta.

Llegaron los años noventa. Desapareció el país en un grotesco truco de magia. Todas las construcciones se paralizaron, también las reformas. Las fábricas se vaciaban, muchas las cerraron, y los hombres se lanzaban a la rapiña de las grandes ciudades. Los planes fracasaron. Los años noventa en Rusia son el mejor ejemplo del apocalipsis que he conocido. Todo se quedó quieto, y no se construyó nada allí donde se habían tirado todo. Hoy quedan ángulos grises, ventanas rotas, lugares sin vida alguna, rincones que evitar en el paseo, a los que ni los grafiteros se acercan. 
Los que quedan, siguen viviendo donde lo hicieron siempre. Nada se ha hecho por aquí en los últimos veinte años, excepto esqueletos.


Me despido de Kirovgrad, de los Urales, hasta la próxima. Se me quedan gentes queridas aquí. Que  aguanten. A favor está el tiempo, que aquí corre muy despacio.

viernes, 11 de mayo de 2012

9 DE MAYO. AUPA ATLETI.
La victoria de la luz contra las tinieblas, ese beso a la escuadra de Falcao, esa carrera, ese andar hacia la luz de Diego, ese éxtasis de estupefacta felicidad, lo vi y viví en una casa de Kirovgrad, una pequeña ciudad en el corazón de los Urales.
Lástima que esa felicidad no fuera compartida por todos. Sobre todo por aquellos vecinos ligueros a los que habrá que explicar qué es eso de jugar finales en Europa; tampoco lo fue la pena del dignísimo y excelente rival, que da más valor a lo conseguido: pena que nos habrán de explicar a nosotros, que nos vamos malacostumbrando...

Pero debo hablar del 9 de mayo. De una victoria mucho más importante. De una felicidad mucho mayor y mucho más triste, o trágica. Este día se celebra en Rusia su victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Una de esas guerras que siempre empiezan los mismos, que casi todos los pueblos han sufrido, una de esas en las que, por tu propio bien, dicen, se levantan, se arman, te conquistan y te disparan. El 22 de junio de 1941, el ejército alemán atacó a la Unión Soviética con el mayor ejército que haya conocido el hombre, y uno de los más crueles. Empezaba en La URSS la llamada “Gran Guerra Patria”, guerra que, como tantos escritores soviéticos apuntaron, en realidad “empezó en España”.

27 millones de muertos, de ciudadanos soviéticos asesinados por el ejército nazi. 27 millones de muertos, de los que 8 millones eran soldados… (no le quieran quitar “méritos” a Hitler, ni maquillar su imagen recordando sólo una parte de la tragedia).
Las cifras marean. Imposible evitar el nudo en la garganta a cada historia, a cada relato, recuerdo, canción. En Stalingrado había casi dos millones de habitantes. Quedaron sólo cinco mil, (en el despacho del alto mando de la defensa de la ciudad, como símbolo, había un mapa de Madrid). En Leningrado un millón de personas murió de hambre, frío y bombas sobre su ciudad bloqueada, en la que tuvieron que hacer vías sobre el hielo del río Nevá para llevar algo de alimento. Y Kursk, y Minsk, y Sevastopol, Odessa, aldeas arrasadas de cualquier vida que tuvieran … miles y miles de kilómetros llenos de sangre y metralla.
Dicen que no hay ninguna familia en Rusia, en Ucrania, en Bielorrusia… que no tuviera muertos o heridos en aquella guerra. No hay familia en el país que no se conmueva el 9 de mayo. Aquella guerra se quedó para siempre en su cultura, en su recuerdo, en sus cicatrices.

Y una marea de grandísimos poetas, cineastas, novelistas… nacieron de aquel sentimiento de sangre, desesperación y doloroso heroísmo, de renacer entre las ruinas, de vencer a lo invencible a un coste inhumano, muy humano.
Ofrezco mi esforzada traducción de uno de esos poemas eternos dedicados a aquella tragedia. Del gran poeta soviético Robert Rozhdenstvenskiy. Junto a la traducción pongo el vídeo de un niño recitando el mismo poema, unos años después. Da buena muestra del recuerdo y el sentir perenne, infinito. También de su fuerza en el idioma original, imposible de transmitir. Esperen unos treinta segundos a que el chaval se concentre.

HISTORIA DE UN HOMBRE PEQUEÑO.
ROBERT ROZHDENSTVENSKIY.

En una tierra
Terriblemente pequeña
Erase una vez
Un hombre pequeño.
Tenía un trabajo pequeño
Y un muy pequeño maletín.
Recibía un sueldo pequeño…
Y un día, una preciosa mañana,
A su ventana llamó
Una pequeña, parecía, guerra…
El abrigo se lo dieron pequeño,
Las botas se las dieron pequeñas,
El casco se lo dieron pequeño,
Y un pequeño, de tamaño, fusil.
Pero cuando cayó,
Con la boca retorcida y fea,
Roto el grito de ataque en su voz
No hubo en toda la tierra
Suficiente mármol
Para hacerle una estatua a ese hombre
De altura tan mayor.

lunes, 7 de mayo de 2012


PRIMERO DE MAYO.

Mañana soleada. Surge la duda de dónde celebrarlo: puedo ir a la manifestación del gobierno y los sindicatos. Allí se puede celebrar el “Día de la Primavera y el Trabajo”. Regalarán globos azules, blancos y naranjas. Y habrá muchas banderas rusas, de las del aguila. Además de globos y banderas,  habrá más mujeres, más maquillaje, más tacones y faldas cortas. Se puede conocer a famosos. Allí se puede encontrar trabajo, y practicar inglés. También robar teléfonos caros.

Pero no tengo nada que ponerme para ir.

Pudiera ir a la manifestación del KRI, el Comité de la Revolución Internacionalista.  Serán poquitos, jóvenes en su mayoría, estudiantes, filósofos, periodistas. La suya se llamará la “Marcha de Izquierdas”. Incluirán en su marcha a colectivos feministas y homosexuales. Bravo por ellos, valientes en un país cada vez más machista y homófobo.

No es una opción acompañar a la ultraderecha. Se llama algo así como “Unión Eslava”, o “Marcha Eslava”. Algunos de ellos son los que en sus ratos libres y con las máscaras puestas, se autodenominan “liberales”. Cantarán sus eslóganes contra los inmigrantes, ondearán sus banderas con Cristos y Vírgenes inocentes, sus banderas tricolores, blancas, amarillas y negras, y aquellas con flechas atravesadas.

Puedo ir a celebrar el “Día del Trabajador y la Solidaridad Obrera”, con los comunistas y el Frente de Izquierdas, irreductibles en su propuesta lingüística. Allá se puede ir con los zapatos sucios y la cazadora arrugada. Tampoco hay que sonreír si no hay ganas. Habrá ancianos y jóvenes. Pocos de mediana edad. Y serán muchos… desde fuera, incluso si fuesen sólo cuatro o cinco, siempre parecerán muchos, o mejor dicho, demasiados.


Con ellos me voy.

11.00 a.m.
Plaza Oktiabrskaya. Calle Bolshaya Yakimanka. La ciudad ha sido dividida y cerrada en diferentes trayectos para cada marcha. A los comunistas les han dado la calle más ancha, anchísima, para que parezcan menos. Aun así, son muchos, miles. Antes de llegar a ellos, hay que pasar junto a un grupo de “Eslavos” y sus retratos de Cristo y flechas, que tratan de intimidar.

Banderas rojas, viento, cielo gris y orquestas. Muchas pancartas con dibujos muy bien elaborados. Muchas referencias a Bielorrusia, allí donde vive “El último dictador europeo”, dictador al que eligen cada cuatro años. Ese país silenciado y pobre que, guardando muchas formas de su pasado soviético, y a pesar de su falta de recursos naturales y el desprecio de mucha parte de Europa y Rusia misma, muestra niveles de desarrollo, estudios, sanidad, falta de mortandad… mucho mejores que Rusia. Y esas otras cosas extrañas, como que los jóvenes de las escuelas sigan yendo a pintar las casas de los ancianos que no pueden hacerlo por sí mismos, ni pagarlo.


Qué ancha es la calle. Se podría jugar una pachanga en medio de la manifestación. Mucha humildad, sencillez en los rostros y en las ropas de los marchantes. Humildad muy humana, de patata y pan negro. Tensión en las caras, y muchos años vividos. Muchos ancianos, muchísimos jóvenes y muchos chinos, vietnamitas, negros, caucasianos… Veo banderas venezolanas y cubanas.


La orquesta trabaja a conciencia. Canciones antiguas, de poetas soviéticos. También suena la Internacional, La Varsoviana (A las barricadas, para los españoles). La calle se hace más y más ancha, casi nos perdemos de vista unos a otros. Cruzamos un enorme puente. A la derecha se ve el Kremlin. Se gritan consignas, rítmicas en ruso: “Hagamos una reforma tal: el oligarca al Gulag”, “El burgués a la cárcel, el obrero a Canarias”, muy buena esta última. La transcribo al ruso, para quien la quiera aprender: “Burzhúi na nári, rabóchii na Kanári”.


A los lados de la calle aparecen turistas que hacen fotos. Se llega a la Plaza de la Revolución, de espaldas al recién remodelado Teatro Bolshoy.
Sobre un pequeño escenario aparecen políticos. Empiezan su discurso. A la vez aparecen vendedores de libros de viejo que se colocan entre los manifestantes y muestran su material en el suelo. Al discurso de los líderes comunistas se acerca apenas la mitad de la manifestación, que se ha ido disolviendo antes. Con la aparición de los libreros, la mitad de esa mitad se reparte buscando libros, de espaldas al escenario. Silencio entre el público. Frente a los políticos, parece que hubiesen aparecido papá y mamá y nos hubiesen descubierto fumando.
Nos vamos.

7 de  mayo.
A estas horas, en las que transcribo las impresiones de aquel primero de mayo, Rusia tiene nuevo presidente, que es el mismo que el viejo. Ayer la policía cargó con fuerza sobre manifestantes que se oponían a la proclamación presidencial.
Me obliga a opinar: siento por Putin y su gente el mismo aprecio que por últimos gobiernos españoles. Le he visto hacer, como lo sucedido ayer con la policía y la oposición, lo mismo que he visto tantas veces en España, y la sensación es exactamente la misma. Respecto a eso que llaman “democracia”, en ese sentido que ellos hacen, Rusia, bajo los mandatos de Putin y los suyos, veinte años ya, ha alcanzado los mismos sentidos “democráticos” que España. Cierto es que Rusia ha desangrado mucho más a las clases humildes de su país, destruyendo la educación, la sanidad, la estructura social… cosas de las que, ciertamente, podían presumir antes…  destrucción que España hoy se esfuerza por igualar.
Por eso que causa nerviosa risa que desde España se critique y se tache de “dictadura”, de “estado totalitario” a la Rusia de hoy. ¿Con qué derecho? (Y poca vergüenza) Con o sin manipulación de las votaciones, Putin ha recibido más del sesenta por ciento de los votos. ¿Cómo tal personaje lo ha conseguido? Ni mucho menos lo puedo entender, no soy un experto. Quizás se llame populismo, clavo ardiendo… influye, claro está, el control de la televisión. Pero quizás sea más comprensible fijándonos en la denominada “oposición” y en los sentimientos que produce.
Dejemos a un lado a ese veinte por ciento de comunistas que realmente, y pese a su fuerza, no ejercen oposición alguna (excepto el activo y todavía pequeño “Frente de Izquierda”), escondidos bajo una fea e incómoda careta que ellos llaman “Lealtad Democrática”. ¿El resto? Pensando en ellos surgen los posibles sentimientos a favor de Putin.
A estos los conozco bien. Son los que se llaman a sí mismo “liberales”. El gran poeta Martín Visuara acierta con su sentencia:   “Un liberal con miedo es siempre un fascista”. Muchas veces, incluso sin miedo, también lo son. Recuerdan a los Republicanos estadounidenses. Critican a Putin desde el lado derecho, no del izquierdo. De acuerdo están con su privatización de casi todo, y critican la no “liberación”, así lo llaman ellos, del resto. Porque para ellos democratizar las cosas es venderlas. Y no sólo los medios de producción o de educación y sanidad. Venderlo todo, a sí mismos, a los demás, la cultura, la historia, el idioma… todo. Si no fuesen tantos, causarían sonrisa con sus ahora repentinas preocupaciones por Rusia, ellos, que hacen lo posible por no caminarla, ni escucharla ni cuidarla. Siendo estos su oposición, es fácil para Putin vender la moto de la patria, de la historia, de los orgullos…
Aquí los liberales avivan el racismo, acusan a los que gastan un céntimo en el Cáucaso, desprecian a los inmigrantes, a los homosexuales, hacen del “business” su religión… y el business es democracia, para ellos. Y la libertad, la capacidad de hacer democracia (business).
Una gran parte, mayoritaria de los manifestantes de ayer eran de estos. Ya los vi el 4 de diciembre. Me provocan los mismos sentimientos que la causa contra la que luchaban. Incluso peores.


No pinta muy bien la cosa.