CURSO
DE ARQUEOLOGÍA III. KIROVGRAD.
Escribo
esto desde un Café de Ekaterinburgo, Sverdlovsk para los amigos.
Allí donde, según nuestro venerado Maiakovsky: “yace la última
sabandija de una dinastía que tanto dolor y sangre causó”. En
honor de aquel último Zar y su familia asesinada, hoy se levanta un
templo donde se puede visitar aquella habitación, y donde están sus
tumbas. A su vez, se pueden comprar pañuelos, estampillas... está
llenita de pequeños puestos y mercaderes.
Como se puede observar, el templo es una especie de cohete-supositorio para monárquicos estreñidos. El resto de la ciudad es realmente hermosa, y habrá que dedicarle unas palabras, otro día.
Pero hoy las masas me piden que hable de la pequeña ciudad de Kirovgrad. Yo me debo a las masas. Lo haré valiéndome de una curiosa circunstancia, útil para nuestro arrimarnos a este país: en Kirovgrad pueden verse, de forma resumida, casi todos los tipos de casa donde los habitantes de Rusia han vivido durante el último siglo. La literatura rusa está llena de referencias a estas viviendas, y habrá a quien esto le sirva de provecho, de prueba. Con esta excusa lanzo otro sospechoso y censurable “curso de arqueología”, junto a mis torcidas fotos.
Una pequeña introducción: Kirovgrad es una pequeña ciudad de unos veinte mil habitantes, situada en el corazón de los Montes Urales. Estos Montes, sin ser muy grandes en altura, sí lo son en su riqueza de minerales. Corre por aquí la leyenda de que toda la Tabla Periódica de Elementos se puede encontrar en estos suelos, y que el mismo Mendelev se valió de estos montes para componerla. Yo mismo me llevo los bolsillos llenos de piedras extrañas que he ido encontrando en mis paseos.
Gracias a esa riqueza, los Urales son una importante zona industrial, de grandes fábricas, minas, destino de millones de obreros de todos los puntos del país.
El
decidido apoyo de esos mismos obreros de los Urales al bando rojo, declinó definitivamente la balanza contra los blancos en la Guerra
Civil Rusa durante los años veinte.
Kirovgrad, cuyo antiguo nombre era el de Kalatá, fue creciendo alrededor de sus gigantes fábricas, de su gigante lago y rodeada por sus gigantes bosques.
Hoy parece una ciudad detenida en un “Pause” de vídeo antiguo. Sigue siendo un hermoso lugar. Belleza de cara lavada, sin maquillaje, de paredes comidas por el hielo del invierno que muestran en retazos las viejas capas de pintura. Sus estadios, casas de cultura, bibliotecas... muestran tamaños de capital europea. Pero los acompaña la sensación de no saber si van a abrir sus puertas o a cerrarlas, ni prisa por decidirse. Todavía se pueden ver guarderías para niños dentro de fábricas para padres, de fábricas con biblioteca y Club Social... en un estado que anima a la tristeza. No hace mucho derribaron un hospital. El de maternidad lo cerraron.
Todo
es marrón, anaranjado, amarillento y grisáceo. El paisaje es de
colinas suaves, verdes. Dicen que hay osos, lobos y alces por aquí.
Y hay, y hubo siempre, buscadores de oro, material muy abundante en
estas tierras y en las tiendas y cuellos de Moscú.
También
es tierra de leyendas, de heroicidades y anécdotas anónimas de
vidas sencillas. Te las cuentan con un acento que me ha terminado por
agradar. Directo, rápido, enérgico, con un matiz como de
incredulidad a cada pregunta. Un buen acento para darse la mano y
sentarse a beber. Admito que me fue difícil asumirlo al principio,
acostumbrado al melódico, lento y operístico acento de Moscú.
Y
bien, además de ser un buen ejemplo de buenas gentes, hospitalidad y
coquetas calles anaranjadas que suben y bajan, Kirovgrad conserva un
excelente muestrario de casas, un buen resumen del último siglo en
Rusia.
Esta
es la casa típica, la de siempre, de madera. No me resisto a poner esta foto invernal, de la última vez que estuve, por su encanto. A pesar de que las hay de todas formas y tamaños, me conmueven especialmente la imagen
de esas casas cuando están solitarias y desde el tren las ves,
pobres, desgastadas, pero siempre con los marcos pintados de algún
color vivo. Sea quien sea el que vive en ellas, sea una abuela con su
pañuelo, una pareja de jóvenes o un alcohólico practicante,
siempre pintan, cada primavera, esos colores, y convierten su, a
menudo humilde casa, en un cuento. Todavía las hay, muchas. En la
Unión Soviética muchos decidieron valerse de las facilidades para
construir estas casas, antes que recibir un piso, algo que a veces
tomaba mucho tiempo. No son dachas: ese tipo de casas son las de
descanso, alrededor de las ciudades y que antes cada familia tenía
derecho a ocupar no se cuántos metros para hacerse una.
Estas
otras son casas de vivir. Las de los cuentos, los relatos antiguos,
las de las comidas en el gran horno y los hombres entrando, huyendo
de la ventisca de nieve y frío.
Las
siguiente son los “baraki”, algo que recuerda a “barracones”.
Siempre de madera, con varios pisos. Su origen es de mediados del
siglo XIX, y se empleaban para meter a los trabajadores. Tras la
Revolución empezaron a derribarse o se reformaron para resultar más
cómodos, y algunos resistieron el tiempo. Durante algún tiempo,
vivían varias familias en cada casa, y fueron el origen de las
famosas “komunalkas”, casas comunales, frecuentes hasta los años
50-60 (y desde hacía siglos). Son frecuentes, por ejemplo, en los
relatos de Platonov, y en los relatos dedicados a la construcción
del Transiberiano o la colonización de Siberia. También, en mi opinión, algunas de estas casas rodean a los héroes de “Los
Doce”, de Blok. Hoy, los pocos que quedan están nuevamente
habitadas por humildes familias que han vuelto a ocupar las que
durante decenas de años se conservaron como residencia temporal de trabajadores en zonas lejanas.
Llegaron
los años 30. Durante esa década, y hasta la Gran Guerra, se
construyeron en Rusia las casas más hermosas y bien hechas de su
historia (aparte de los Palacios). Son casas amarillentas y
anaranjadas, de dos o tres pisos (muchos más en Moscú), y hoy son
las viviendas más caras del país. Macizas, de altos techos,
hincadas en el suelo, rodeadas de arboledas... En Kirovgrad, dicen,
son más tardías, de los años cuarenta y cincuenta. También allí
se organizaron familias comunales, con habitaciones individuales y
cocinas y baños compartidos. Hoy las guardan cientos de gatos. Su
mal estado las hace aun más sugerentes. La pintura gastada, los
caminos rotos, la madera de las ventanas astilladas... excitan la
imaginación y la nostalgia. Hoy veo coches caros aparcados frente a
ellas. Se oyen niños jugar. Cualquier signo de vida las hace parecer
eternas.
Llegaron
los años noventa. Desapareció el país en un grotesco truco de
magia. Todas las construcciones se paralizaron, también las
reformas. Las fábricas
se vaciaban, muchas las cerraron, y los hombres se lanzaban a la rapiña de las grandes
ciudades. Los planes fracasaron. Los años noventa en Rusia son el
mejor ejemplo del apocalipsis que he conocido. Todo se quedó quieto, y no se construyó nada allí donde se habían tirado
todo. Hoy quedan ángulos grises, ventanas rotas, lugares sin vida
alguna, rincones que evitar en el paseo, a los que ni los grafiteros se acercan.
Los que quedan, siguen viviendo donde lo hicieron siempre. Nada se ha hecho por aquí en los últimos veinte años, excepto esqueletos.
Los que quedan, siguen viviendo donde lo hicieron siempre. Nada se ha hecho por aquí en los últimos veinte años, excepto esqueletos.
Me despido de Kirovgrad, de los Urales, hasta la próxima. Se me quedan gentes queridas aquí. Que aguanten. A favor está el tiempo, que aquí corre muy despacio.
Maravillosa y necesaria como siempre son tus descripciones. Un recorrido estimado amigo sensato y nacesario para aquellos que vivimos en el culo del mundo y que siempre hemos creído en la memoria colectiva como herramienta de supervivencia. Puedo decir, Enrique que yo, desde ahora también estuve allí...
ResponderEliminarAquí has tocado mi corazoncito de geógrafo. Geógrafo urbano. Pero la gran mayoría de lo que has escrito, en su conjunto, en lo regional, se lo debes, y lo sabes, al maestro Navalpotro.
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