LOS
MAYAS Y LA GUERRA FRÍA.
“Todo lo
que haya sido creado por una mente humana, puede ser descifrado
por otra mente humana” Yuri Knórozov.
Que
no deje de cundir el pánico.
Sobre
aquel que se haya sorprendido por el título, podemos saber en qué
lado de la Guerra Fría tenía la televisión. Si hay algún señor
maya entre los lectores, que hasta ahora no he tenido ninguno, habrá
entendido la relación rápidamente.
Sobre
los Mayas escuchamos hoy sobre su famoso calendario y sus textos
proféticos. Algunos empiezan a contar los días y otros se sonríen
con el asunto. Pero pocos se han hecho la pregunta de cómo demonios
podemos hoy descifrar la bellísima escritura de aquel pueblo. Para
eso estoy yo aquí.
La
solución es una historia extraordinaria, y una de las más cruentas
batallas, a nivel científico, que hubo entre los soviéticos y los
estadounidenses, y que duró más de cuarenta años. Es también la
historia de un hombre grande, ídolo, guía, el 9 que necesitamos en
la selección.
Imaginen
una residencia de estudiantes soviética, años 40, Moscú. Esas
residencias son para mí el lugar más fabuloso de este país.
Todavía quedan en pie bastantes de ellas, las otras se han ido
convirtiendo en oficinas, salones de belleza y residencias para
trabajadores ilegales. Yo las conozco bien, las he vivido varios
años. Habitaciones para uno, dos, tres o más estudiantes de todos
los rincones del planeta. Cocinas y baños comunales. Madera vieja y
carcomida, largos pasillos. Bullicio, risas de jovencitas. Alcoholes
incomprensibles, trasnochadas de charla en la cocina, un etíope hirviendo unas patatas, un húngaro partiendo el pan negro y duro, un
vietnamita que cuece arroz y el descendiente de cosacos que saca una
guitarra; los rusos, mayoría, tratan de explicar su idioma
imposible, mientras no entienden el ruso de los demás. Impulsos
juveniles, ganas de aprenderlo todo, de discutirlo todo. Y risas de
jovencitas.
Un
hombre alegre, cariñoso, simpático, encantador. Pudiera parecer que
nos odia a todos, generación tras generación, pero en realidad está pensando en los Mayas.
Llegó
de Járkov, Ucrania. Llegó con un gato y un paquete de tabaco negro.
Tocaba el violín, estudiaba lingüística, historia y etnografía...
pero no tuvo tiempo de estudiar mucho: llegaron los alemanes...
Año
15...y pico. Los españoles llegaron a tierras Mayas y ocuparon a la fuerza las tierras de los descendientes de aquel
pueblo. De entre tanto bruto español, había uno con más luces que
los demás. Era del Atleti, dicen. Diego de Landa, un sacerdote que
intentó comunicarse con aquellos habitantes. Extasiado por encontrar
un alfabeto americano, y de una belleza tan sobrecogedora, sentó a
un hombre frente a él, y en unas hojitas ponía la transcripción
latina a lo que el otro hacía como que leía... no sabía aquel buen
hombre que aquel idioma era silábico y no correspondía cada símbolo
a una sola letra. Pero fue un primer paso, un loable intento.
Año
1945. Los soldados soviéticos entraban en Berlín. La Victoria. Uno
de ellos se alejó del resto y entró en una biblioteca. De allí
sacó varios libros, sin fecha de devolución. Era Knórozov. Con su
trofeo de guerra bajo el brazo, regresó a Moscú. Uno era el libro de
Diego de Landa, “Relación de las cosas del Yucatán”, más
algunos otros fracasados intentos por traducir la escritura maya, así
como copias de la Biblioteca de Madrid con los pocos textos mayas que
los españoles no destruyeron.
Knórozov
volvió a Moscú. Terminó sus estudios y marchó a Leningrado. Allí
habría de doctorarse. Con sus escasos treinta años de edad y un
desafío en la cabeza, se encerró en la habitación de su
residencia, con su gato, tabaco negro y unas botellas de vino. Lo que
pasó allí dentro no lo sabe nadie.
Nadie
lo podía creer. Tocaba demostrarlo.
La
mejor prueba, además de la lingüística, es que a lo largo de los
años, Knórozov tradujo textos que describían cosas que después los
hallazgos arqueológicos iban descubriendo. No cabía ninguna duda,
lo había conseguido. Todo cuadraba, cada comprobación era buena,
daba pasos a otros aciertos, los historiadores y científicos de medio
mundo encontraban sentido a los restos e informaciones encontradas.
Ahora
hay que imaginar una universidad estadounidense de los años 50. Como
esas de las películas. Hay algunos profesores nuevos: son los
científicos nazis que han sido salvados por los EEUU de ser
juzgados en Nuremberg por crímenes contra la humanidad. Uno de
ellos ya es el cerebro de la NASA. Nunca se dio un permiso de
residencia tan rápido. Por el Campus sigue sin haber muchos
brothers, en realidad no hay mucha gente: son privadas, y muy caras.
Entre ellos hay un tal Thompson, el mayor experto en Cultura Maya de
los Estados Unidos. Puso el grito en el cielo. No podían permitir
que la Unión Soviética y su insultante concepto de la cultura les
ganase la partida.
Thompson,
y un gran grupo de expertos anglosajones organizaron un masivo ataque
contra el trabajo de Knórozov. El odio al maldito rojo consiguió
elevar, a niveles históricos, el avance en la investigación de
civilizaciones precolombinas en los EEUU. La URSS respondió con otra
ola de expertos arropando a su estrella. Un momento extraordinario
para la ciencia.
Difícil,
muy difícil era digerir la idea de que un jovenzuelo soviético, sin
coche ni animadoras con pompones, y lo que es peor, de una
Universidad Pública, gratuita, desde una humilde habitación,
pudiese haberlo conseguido antes que ellos.
La
apoteosis de la rabieta estadounidense fue la declaración del ya
acorralado y rendido Thompson: “La prueba de su error es que no se
puede lograr un hallazgo tal en base a ideas marxistas-leninistas”
Estamos
en disposición de asegurar que en toda la historia de la Unión
Soviética jamás se dijo una tontería tan grande. Aunque algunos estuvieron muy cerca.
Thompson
murió sin admitir el descubrimiento del otro. En los Estados Unidos
no se admitió hasta que a principios de los noventa, México
galardonó a Knorozov, admitiéndole el mérito, así como Rusia ya
había cambiado los libros por las tarjetas de crédito. A su vez, y
mientras renegaban de ello, utilizaron los códigos de Knórozov
durante los cuarenta años de absurda discusión, gracias a los
cuales hicieron grandes descubrimientos. Y ni una sola vez se les
cayó la cara de vergüenza.
Knorozov murió en 1999. Fue en un pasillo abarrotado, en un hospital de San Petersburgo para pobres, que ya eran mayoría.
A
su entierro no fue nadie. Lo enterraron en un nuevo cementerio construido sobre un antiguo basurero.
Cuando
escuchen otra vez eso del calendario y el fin de los días,
acuérdense de él.