miércoles, 3 de abril de 2013


LA PENA BLANCA Y BULGÁKOV JUGANDO A LA RULETA.

Llegan esos días en los que uno se siente culpable ante el invierno. Cuántas veces se ha deseado que comenzara ya la primavera, y ahora que tras largos meses blancos se asoma, cuando llega el día en que la lluvia comienza a mojar la nieve y ésta empieza a derretirse, se siente una pena suave, una despedida sin remedio... y entiende que la culpa no tenía culpa de nada, que pobrecilla, que quizás no la vuelvas a ver... tremenda melancolía.

Llamémosle a esto “La pena blanca”.

Ayer pasé la mañana en casa de Pável Katáev, el hijo del gran escritor Valentín Katáev. Está ya mayor el bueno de Pável, pero aun guarda un entusiasmo y una energía vibrante. Él mismo es un buen escritor de cuentos infantiles, y tiene una conversación amena. Quizás no coincidamos en muchos puntos de vista, pero es un hombre abierto y sabio, y nos une la admiración por su padre y un ansia primitiva por la literatura rusa.

¿Y quién diablos es Valentín Katáev?

Valentín Katáev
Quizás sea todavía desconocido, pero fue uno de los mejores escritores rusos del siglo XX. Fue alguien que, cansado de la gran calidad literaria de sus contemporáneos y de la suya misma, decidió escribir mal. La buena noticia es que no lo consiguió, y en su original empeño realizó aunténticas maravillas. Su larguísima vida abarcó desde la Primera Guerra Mundial, donde ya era soldado, hasta 1986, cuando murió aquí, en Moscú.

Me interesan especialmente esas obras suyas tardías, las de los años 70, aquellas de lo que él llamó “mauvismo” (del francés: mal hecho). En ellas, de forma destartalada, atendiendo solamente a sus asociaciones de ideas, recurriendo a su memoria y a su nostalgia, recrea mejor que nadie la vida de aquel Moscú de los años 20, especialmente la vida literaria. Termina siendo el camino más corto para enamorarse de ese viejo Moscú, del que todavía queda mucho más de lo que parece, y para conocer un capítulo fundamental de la literatura rusa, desde el punto de vista no del crítico sino del amigo que llama a los intocables clásicos por sus apodos.

Katáev era el capitán de aquella pléyade de desharrapados odesitas que llegaron a conquistar Moscú tras la revolución y la guerra civil a base de versos y cuentos. Según sus palabras, formaban la bohemia de la ciudad, eran buenos flamencos, vivían de la oscuridad de la noche y del aire...
Y cuando el hambre se volvía física, acudían sin avisar a la casa de Bulgákov (iban a ese piso de Sadóvoie Koltsó donde fueron convocados a alojarse los demonios de “Maestro y Margarita”)

Mijaíl Bulgákov
Así, mientras Bulgákov llamaba a los demonios, alimentaba a los hambrientos odesitas (Olesha, Ilf, Petrov, Bagritskiy...) amigos del trabajo, donde escribían artículos revolucionarios para un periódico de trabajadores del ferrocarril.

Elena Sergueevna, su amable esposa, añadía más agua a la sopa, que a menudo no saciaba el hambre. A veces ocurría también que no había con qué hacer la sopa, y entonces Elena Serguieevna tocaba el piano, y los demás...

(Katáev, a la amabilidad de sus huéspedes respondía intentando beneficiarse a la hermana de Bulgákov, engatusándola por el Estanque del Patriarca, aquel lugar famoso en el que Bulgakov decidió después dar comienzo a su “Maestro y Margarita”, siendo el lugar de la primera llegada del Diablo a Moscú, quién sabe, si en un guiño maléfico a su querido amigo).

... y los demás sólo bebían té. Y cuando se bebe tanto té, se piensan cosas raras. Se echaban mano al bolsillo y juntaban unas pocas monedas. Pudieran correr a comprar patatas y pan... pero preferían arriesgarse a perderlo todo... es por esta razón que todos ellos, hasta los prosistas, se autodenominaban “poetas”.

Y Katáev y Bulgákov se iban al Casino de Sadóvoie Koltsó, y los demás se quedaban esperando. Entraban y se ponían frente a la ruleta de casillas rojas y negras.
Entonces Bulgákov se ponía muy serio. Se ponía su famoso monóculo y miraba la ruleta atentamente. Y con un brazo sujetaba al impetuoso Katáev, y le decía:

-¡No! No podemos apostar al negro.

Valiún, que era como llamaba cariñosamente Bulgákov a Valentín Katáev, preguntaba a Mishún, que era como cariñosamente llamaba Katáev a Mijaíl Bulgákov, la razón de su negativa, que seriamente le contestaba:

-No podemos jugar al negro. Jamás. Porque el negro puede perder.

Katáev hacia caso a su amigo, mayor que él y más experiementado. Y se lanzaba a jugarse todo el dinero al rojo.

-¡No! No podemos jugar jugar al rojo. Nunca. El rojo también puede perder.

Entonces los dos se ponían muy serios. Bulgákov llamaba a esos momentos extraños “Hoffmaniadas” (mientras Moscú y Leningrado se enfrentaban por la supremacía de Tolstoy o Dostoievskiy, en aquella vivienda endemoniada se hacía culto a Hoffmann y a Gógol)

Y pasaban unos minutos raros, de los que no sabemos nada, tras los que de alguna manera, se decidían por uno de los dos colores.

-Habrá que jugar al azar – decía, con un hondo suspiro, Mishún.

Y a veces ganaban, y compraban salchichas y bombones antes de volver a casa, donde les esperaban hambrientos (más tarde inmortales) sus amigos.


Hoy ya no existe ese casino, ni Bulgákov, ni Katáev... y más melancolía, y la nieve se derrite, y el Atleti empata en casa... la vida es una mierda.

2 comentarios:

  1. Pues tiene buena pinta Katáev, buscaré algo suyo para leer en estos días en los que no para de llover y las terrazas siguen siendo una utopía.

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  2. De Katáev en español sólo hay traducciones de obras de su juventud, tambien aconsejables, aunque a mi gusto son más potentes las de madurez.
    Haremos lo posible por que en un futuro haya más obras de este grande traducidas al castellano.
    Saludos.

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