LA
PENA BLANCA Y BULGÁKOV JUGANDO A LA RULETA.
Llegan
esos días en los que uno se siente culpable ante el invierno. Cuántas veces se
ha deseado que comenzara ya la primavera, y ahora que tras largos meses blancos
se asoma, cuando llega el día en que la lluvia comienza a mojar la nieve y ésta
empieza a derretirse, se siente una pena suave, una despedida sin remedio... y
entiende que la culpa no tenía culpa de nada, que pobrecilla, que quizás no la
vuelvas a ver... tremenda melancolía.
Llamémosle
a esto “La pena blanca”.
Ayer
pasé la mañana en casa de Pável Katáev, el hijo del gran escritor Valentín
Katáev. Está ya mayor el bueno de Pável, pero aun guarda un entusiasmo y una
energía vibrante. Él mismo es un buen escritor de cuentos infantiles, y tiene
una conversación amena. Quizás no coincidamos en muchos puntos de vista, pero
es un hombre abierto y sabio, y nos une la admiración por su padre y un ansia
primitiva por la literatura rusa.
¿Y
quién diablos es Valentín Katáev?
Valentín Katáev |
Quizás
sea todavía desconocido, pero fue uno de los mejores escritores rusos del siglo
XX. Fue alguien que, cansado de la gran calidad literaria de sus contemporáneos
y de la suya misma, decidió escribir mal. La buena noticia es que no lo consiguió,
y en su original empeño realizó aunténticas maravillas. Su larguísima vida abarcó desde la Primera Guerra Mundial, donde ya era soldado, hasta 1986, cuando murió aquí, en Moscú.
Me
interesan especialmente esas obras suyas tardías, las de los años 70, aquellas
de lo que él llamó “mauvismo” (del francés: mal hecho). En ellas, de forma
destartalada, atendiendo solamente a sus asociaciones de ideas, recurriendo a
su memoria y a su nostalgia, recrea mejor que nadie la vida de aquel Moscú de
los años 20, especialmente la vida literaria. Termina siendo el camino más
corto para enamorarse de ese viejo Moscú, del que todavía queda mucho más de lo
que parece, y para conocer un capítulo fundamental de la literatura rusa, desde
el punto de vista no del crítico sino del amigo que llama a los intocables clásicos
por sus apodos.
Katáev
era el capitán de aquella pléyade de desharrapados odesitas que llegaron a
conquistar Moscú tras la revolución y la guerra civil a base de versos y
cuentos. Según sus palabras, formaban la bohemia de la ciudad, eran buenos flamencos,
vivían de la oscuridad de la noche y del aire...
Y
cuando el hambre se volvía física, acudían sin avisar a la casa de Bulgákov
(iban a ese piso de Sadóvoie Koltsó donde fueron convocados a alojarse los
demonios de “Maestro y Margarita”)
Mijaíl Bulgákov |
Así,
mientras Bulgákov llamaba a los demonios, alimentaba a los hambrientos odesitas
(Olesha, Ilf, Petrov, Bagritskiy...) amigos del trabajo, donde escribían
artículos revolucionarios para un periódico de trabajadores del ferrocarril.
Elena
Sergueevna, su amable esposa, añadía más agua a la sopa, que a menudo no
saciaba el hambre. A veces ocurría también que no había con qué hacer la sopa,
y entonces Elena Serguieevna tocaba el piano, y los demás...
(Katáev,
a la amabilidad de sus huéspedes respondía intentando beneficiarse a la hermana
de Bulgákov, engatusándola por el Estanque del Patriarca, aquel lugar famoso en
el que Bulgakov decidió después dar comienzo a su “Maestro y Margarita”, siendo
el lugar de la primera llegada del Diablo a Moscú, quién sabe, si en un guiño
maléfico a su querido amigo).
... y
los demás sólo bebían té. Y cuando se bebe tanto té, se piensan cosas raras. Se
echaban mano al bolsillo y juntaban unas pocas monedas. Pudieran correr a
comprar patatas y pan... pero preferían arriesgarse a perderlo todo... es por
esta razón que todos ellos, hasta los prosistas, se autodenominaban “poetas”.
Y
Katáev y Bulgákov se iban al Casino de Sadóvoie Koltsó, y los demás se quedaban
esperando. Entraban y se ponían frente a la ruleta de casillas rojas y negras.
Entonces
Bulgákov se ponía muy serio. Se ponía su famoso monóculo y miraba la ruleta
atentamente. Y con un brazo sujetaba al impetuoso Katáev, y le decía:
-¡No! No
podemos apostar al negro.
Valiún,
que era como llamaba cariñosamente Bulgákov a Valentín Katáev, preguntaba a
Mishún, que era como cariñosamente llamaba Katáev a Mijaíl Bulgákov, la razón
de su negativa, que seriamente le contestaba:
-No
podemos jugar al negro. Jamás. Porque el negro puede perder.
Katáev
hacia caso a su amigo, mayor que él y más experiementado. Y se lanzaba a
jugarse todo el dinero al rojo.
-¡No!
No podemos jugar jugar al rojo. Nunca. El rojo también puede perder.
Entonces
los dos se ponían muy serios. Bulgákov llamaba a esos momentos extraños “Hoffmaniadas”
(mientras Moscú y Leningrado se enfrentaban por la supremacía de Tolstoy o
Dostoievskiy, en aquella vivienda endemoniada se hacía culto a Hoffmann y a
Gógol)
Y pasaban
unos minutos raros, de los que no sabemos nada, tras los que de alguna manera,
se decidían por uno de los dos colores.
-Habrá
que jugar al azar – decía, con un hondo suspiro, Mishún.
Y a
veces ganaban, y compraban salchichas y bombones antes de volver a casa, donde
les esperaban hambrientos (más tarde inmortales) sus amigos.
Hoy ya
no existe ese casino, ni Bulgákov, ni Katáev... y más melancolía, y la nieve se
derrite, y el Atleti empata en casa... la vida es una mierda.
Pues tiene buena pinta Katáev, buscaré algo suyo para leer en estos días en los que no para de llover y las terrazas siguen siendo una utopía.
ResponderEliminarDe Katáev en español sólo hay traducciones de obras de su juventud, tambien aconsejables, aunque a mi gusto son más potentes las de madurez.
ResponderEliminarHaremos lo posible por que en un futuro haya más obras de este grande traducidas al castellano.
Saludos.