MOSCÚ
MENDIGA.
Hace
un par de días, un escalofrío atravesó las redes sociales rusas.
Cabe apuntar que Occidente tampoco le prestó atención a este
suceso: el gato del ex-presidente Medvédev se escapó de su dacha.
Andaba perdido...
Unas
horas más tarde, el propio Medvedev, a través de su twitter,
desmintió el preocupante rumor.
El
país respiró tranquilo y yo, por fin, me atreví a salir de casa.
Paseé.
Tenía que beber. Cambiar unas amarguras por otras.
Busqué
el calor social, y en los suburbios siempre se encuentra alrededor de
las paradas de metro: los bares, las tiendas, los mercados... Al
Metro se acercan auténticos ríos de gente (es imposible perderse
totalmente en Moscú, siga a esas cuatro personas que andan en la
misma dirección, únase a ese afluente y llegará al río que
desembocará en el metro).
Me
paro. En la estación veo tres tipos de personas: los que salen, los
que entran, y los que están quietos junto a las puertas de entrada y
los túneles, protegiéndose del frío. Son los mendigos, (y yo, que
allí quieto con mi cerveza, parezco uno de ellos)
Son
antiguos profesores, ingenieros, directores de teatro.., aunque
seguro que ya no se acuerdan de eso. También los hay muy jóvenes,
que nunca conocieron un día feliz; tienen las caras sucias e
hinchadas, deformadas, los ojos taciturnos y febriles, huelen a orina
y a alcohol. Algunos tienen heridas abiertas, resecas por el viento
invernal.
En
invierno duermen allí, en los túneles que cruzan calles y encaminan
al Metro, al sistema circulatorio de esta ciudad. Los he visto dormir
en grupos de veinte, juntos, espalda con espalda, abrazados a los
perros callejeros, dándose unos a otros el calor vital.
Entre
ellos caminan damitas con finos tacones y bolsitos de piel. Con ellas
van hombres trajeados, perfumados y corruptos. Alguna vez me ha
parecido ver a algún mendigo mirando sus corbatas, imaginándose una
soga.
En
Moscú tienen prohibido entrar al Metro. Sin embargo lo hacen. No los
ven, no existen. Son miles e invisibles. Se tumban a veces en los
asientos del vagón, viajando por la ciudad. La gente no les molesta.
No están ahí. Sólo hay un asiento menos, del que se alejan.
Cargan
grandes bolsas. Vidas en bolsas. Se reúnen con sus compañeros para
evitar las numerosas y patrióticas pandas de matones que por las
noches “limpian Rusia”.
Suelo
pararme junto a ellos. Me gusta escucharles hablar. Su ruso es para
muchos censurable, malsonante, ofensivo... pero vivo, palpitante,
imaginativo y exagerado. Y es ruso. Bajo la glamurosa y pedante
dictadura de los anglicismos, ese ruso de oficina y velatorio, sus
brutalidades suenan como gotas de lluvia sobre la arena del desierto.
Y me sonrío ante el espanto que reflejan los afectados conciudadanos
al escucharlos.
También
estudio junto a ellos: las hoy vacías bibliotecas de Moscú siempre
tienen siete u ocho mendigos pasando las horas. Junto a la petaca
llevan el carnet. Se calientan y leen un rato. Los más brillantes
están en la gran Biblioteca Lenin, en la sala de fumadores. Sin duda
es el mejor lugar de la ciudad. Lo que allí se escucha no se
disfruta en ningún otro lugar del mundo.
Ellos
van y vienen. Beben y mueren. Se multiplican. Entre la doble fila de
puertas de entrada al metro y bajo su cortina de aire caliente pasan
el día. Si el invierno empieza cuando los gorriones se refugian en
la estación de Chejovskaya, termina cuando los mendigos salen y
empiezan a peregrinar por la ciudad, a escandalizar por los parques.
No
olvido a aquellos dos, sentados en la acera, malolientes y barbudos.
Uno pedía limosna para comprarse “un barco volador”. El otro le
regañaba: “Joder, Puta, para eso no te darán nada”; “Para lo
otro tampoco”, terminó el primero.
Qué
quiso decir, en su mundo se queda. Desde el nuestro nadie sabe
traducirlo, ni quiere.
Posdata:
no añado fotos, por respeto.