COCHES CAROS Y MARSHRUTKAS.
Me hablaba una señora sobre
las penas de su infancia. Años 60. Su recuerdo más terrible tenía
que ver con los días de escuela. Su padre era un hombre importante que viajaba mucho por el mundo y le traía regalos de diferentes
países. Pero, y esto es lo trágico, la niña no podía ir al
colegio con sus zapatitos italianos, pues los demás no le hablaban,
o le gritaban “cerda burguesa”.
La mujer me lo contaba emocionada y
triste. Yo la escuchaba también emocionado y triste, aunque por
motivos diferentes.
Hoy su hijo es director de una escuela
privada y va en un enorme coche negro que conduce un chófer. Hace todo
lo posible por vengar a su triste madre, que tan mal lo pasó.
Me apuntaban que podría hablar de la
fiebre por los coches caros en Moscú. Lo puedo hacer, a riesgo de
repetirme, pues el mismo que va en ese coche es el que pone las vallas
y prohibe el paso, el mismo que maneja la prensa, la política, las
editoriales y decide la vida de millones de personas.
Aunque todo esto no es un problema
local en Rusia. Tampoco lo es que a ese hombre no lo haya elegido nadie
ni haya hecho ningún mérito que no sea el del robo y la especulación.
Sí puede que sea local el fenómeno
de pintarrajear los coches para hacerlos aun más exclusivos. Eso
causa hoy furor en Moscú entre parte de la población (esa población
que ve crecer sus coches tanto como disminuyen sus estanterías de
libros)
¿Acaso sea un fenómeno cultural? No,
la imbecilidad de dibujar caballitos y pieles de serpiente en tu
coche, la estupidez, nunca es un fenómeno cultural. Cultura sería
quemar esos coches y exorcizar a sus dueños.
(Tampoco debería ser un problema, las
florecillas pintadas en el capó no hacen daño a nadie; sí lo hace
que pintarlas equivalga a la pensión anual de millones de ancianos de tu país)
Pero sí hay algo de tradicional,
cultural, en el fervor por el coche y la velocidad.
La conquista del espacio del país
infinito, el camino, el carromato solitario que atraviesa lo que no
se puede atravesar, que choca contra el vacío, el cochero indómito,
adormilado y a menudo borracho... eso es parte de la historia y
literatura del país.
La literatura rusa, entre otras cosas,
es movimiento y paisajes vistos desde un carromato, un tren, un
coche, un caballo... digamos, paisaje en movimiento. En ningún otro
idioma se describió tanto al cochero, al caballo, las inclemencias
del camino y el clima contra el que se avanza.
Digo más, no existiría ni la mitad
la literatura rusa conocida sin cocheros que llevasen y trajesen a
los protagonistas, al menos la prosa; cocheros que, como el Selifán
de “Almas Muertas”, son protagonistas, son descritos y dotados de
personalidad, rasgo muy poco frecuente en las literaturas en otros
idiomas. Los cocheros se repiten en los relatos de Dostoievskiy,
somñolientos, borrachos, con la nieve sobre el gorro y el abrigo, a
la espera de un cliente... son protagonistas en las crónicas de los
corresponsales soviéticos en la Guerra Civil española, los
chóferes, los coches, los paisajes vistos desde detrás de la
ventana.
En el mejor relato en lengua rusa, en
las citadas “Almas muertas” de Gógol, ya a mediados del siglo
XIX, Rusia es descrita como un “Pajaro-troika”, que vuela a gran
velocidad y le abren paso los pueblos y las naciones... cómo no
recordar el viaje de “El amo y el criado” de Tolstoy, o el médico
morfinómano de Bulgákov, que pasa medio relato atravesando
tormentas de nieve para llegar a sus pacientes...
Nada de eso, por supuesto, justifica
hoy las malas maneras de los conductores moscovitas, la arrogancia y
la fanfarronería de muchos de ellos. Esto sí, sí es un producto,
un hijo de nuestros tiempos. La ideología impuesta de pisotear al
prójimo, de pasarle por encima en cualquier terreno es la moral
actual. Y el permiso para hacerlo es lo que hoy en Rusia llaman
“democracia”, incluso “libertad”. Pero volvemos a salirnos
del marco local, pues es igual en más de medio mundo.
Ahí van en sus coches caros, no
conducen, predican, marcan el camino a seguir. Su coche es una
iglesia de neón, quiere dominar, demostrar, sentirse todopoderoso y
a su paso levantar suspiros de admiración (que en muchos miles de
rusos levanta)
Pero no seamos injustos. Por cada uno
de esos coches hay veinte coches normales. Y no siempre ganan los
coches mafiosos en las calles de Moscú.
Para los que deseamos que se
estrellen, hay consuelos amarillos: las marshrutkas, esas furgonetas
– autobús, esas libertarias, ese último espíritu rebelde de
Moscú.
Medio euro por el viaje. En una de
ellas leí un cartel: “Unos minutos de miedo y estarás en casa”
El conductor, ese suicida y poeta,
conduce, fuma, bebe, con una mano; cambia el dinero con la otra.
Conduce con la intuición.
Son hijos de repúblicas lejanas, del
Caúcaso, del Asia Central, exóticos, con acentos extraños y
coloridos que hacen escandalizar a las señoritas. Las escandalizan
también con su desprecio por la vida, que está justificado: ninguno
gana más de trescientos euros al mes. Los pluses, si los quieren, se
ganan haciendo más viajes, yendo más rápido.
Dentro de una marshrutka: ¡Prohibido ir de pie! ¡La Dirección General de Tráfico exige que el número de cadáveres no exceda al número de pasajeros sentados! |
Se lanzan a la carretera. Se escucha
un murmullo entre los pasajeros, que se agarran a su asiento. Un
enorme Mercedes negro tiene que frenar bruscamente para dejarle paso
y no estrellarse. Uno a cero.
Con la imaginación multiplican los
carriles y los pasos, los materializan allí donde no los había. Las
marshrutkas, destartaladas, se abren paso entre los coches de lujo y
sus chóferes enfadados, que pitan, se quejan... nuestro conductor
les grita algo en un idioma seguramente inventado y yo les hago una
peineta por el cristal de atrás. Para cuando quieren sacar la
pistola o llamar a su policía, nuestra furgoneta pública ya ha
volado, se fue, a otras dimensiones y esquinas, como una bala
amarillla.
No tardará en llegar el día en que
los dueños de los Mercedes quieran aun más, más del todo que ya
tienen. Llegará el día en que los que no podemos gastar más de
medio euro en transporte les plantaremos cara.
A veces compañero todo me parece demasiado demencial como para que sea cierto. Pero es cierto. Por aquí los ricos, que ya de por sí son siempre mafiosos, solían echarle vidrio molido a las bolsas que contenían la basura, para que aquellos desobedientes que se negaban a morirse de hambre se muriesen al fin con algún medio bocado de basura.
ResponderEliminarAsí y todo, resistimos y nos alegramos de cada batallita que le ganamos a estos hombres preclaros del libre comercio y tonterías por el estilo...
Salud!
Martín
Por fin hablas de las MARSHRUTKAS, el elemento que vertebra la ciudad de moscú. No conozco ningún otro medio de transporte que facilite y, a la vez, desprecie la vida. Quizás el buho 422 de las 3 de la mañana...
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