MIEDO
A veces me gustaría no tener razón, pues ocurre
que sólo la tengo cuando soy pesimista.
Hoy contemplo que no cambiaría ni una sola
coma de todo lo que aquí llevo escrito. A pesar de aquellos que, admirados por
la oposición de Rusia a EEUU en algunos asuntos, querían ver en ella un foco de
rebeldía, de luz, de qué sé yo...
Ayer se aprobaron, (casi por unanimidad),
en el Parlamento ruso, dos leyes que ilustran la realidad de este país mejor
que cualquier explicación.
La primera es la que prohíbe hablar sobre
la homosexualidad, o promover los derechos de los homosexuales, so pena de
cárcel. La ley incluye un delicioso punto que explica que los extranjeros que
defiendan “las relaciones no tradicionales”, serán expulsados del país.
Una segunda ley es aquella que mandará a la
cárcel a cualquiera que ose a criticar a la Iglesia u ofender el sentimiento
religioso de los creyentes, (ley que no comento para no ofender).Eso sí, hay que
apuntar que más allá de prohibir algún humilde comentario mío, se prohíbe la
mitad de la literatura rusa, desde Pushkin a Grossman, pasando por Dostoievskiy
o Tolstoy… obras que se censurarán en las escuelas y en la vida pública, por
ser ofensivas para los religiosos.
Veía hoy en las escaleras del metro dos
carteles, uno junto al otro: en el primero aparece una foto del escritor,
abiertamente fascista y zarista, Solzhenitsin, con unas palabras suyas: “Para
mí, la fe es el apoyo y fuerza de mi alma”… o algo así (no pude retener la
mirada). Al lado, otro cartel con una gatita vestida de Zara, que confiesa: “Soy
una chica, no quiero escuchar de política, quiero un canal de televisión para
mí”, con el consiguiente anuncio de no sé qué cadena.
Esa es la Rusia palpable. Y sabe quien me
conoce que soy el último en reconocerlo y a quien más le duele admitirlo: Rusia
es hoy un país de extrema derecha. (Bravo por aquellos que se enfrentaron al
socialismo con sonrisas de libertad, progreso… bravo por vuestra sinceridad)
Es difícil encontrar más de una o dos
razones para seguir aquí cinco minutos más. Eso sí, las dos razones valen la
pena. Sírvame, al menos, de enseñanza.
Hace dos días, una alumna de origen
caucásico, me decía: “Mi madre me ruega que me case con un ruso – risitas entre
los demás – que tengo que limpiar mi raza”.
A veces me pregunto: ¿cómo me sentiré en un
futuro al haber sido profesor de un puñado de Goebbels y Mussolinis? Saben las
paredes de mi auditorio, que si hubiese micrófonos, hoy estaría en la cárcel en
este país. Sólo queda saber si cuando los pongan podré contener la boca
cerrada.