EL CORAZÓN DE LOS URALES
Como Estambul, también tiene
puerto. Un puerto seco, al que llegan cientos de ríos de piedras y
metales, trenes, vagones como barcos.
Los Montes Urales, más viejos
que nadie, han sido tan comidos por el aire y el agua que a sus
montañas sólo les queda el corazón abierto. Esta es la patria de
las minas.
Las calles de sus ciudades suelen
estar adornadas por grandes rocas. Orgullosos de ellas, en sus panzas
ponen placas de metal donde se ve una serpiente con una corona. Eso
viene de un cuento de Bazhov, el más importante cantor de estas
tierras, aquel que escribió “La flor de piedra” (cómo no),
musicalizada después por Prokófiev.
Pero, a pesar de lo pétreo del
asunto, el Dios es de madera. En uno de sus muchos y hermosos museos,
con sus tres metros de altura, y desde su vitrina, hace como que
calla el Ídolo de Shiguir, la escultura de madera más antigua del
mundo, con sus diez mil años de vejez.
La carretera que va desde
Ekaterimburgo a Kirovgrad pasa junto al lugar donde se encontró.
Pero no se ve nada, cortinas de árboles blancos, nieve blanca y
cielo gris.
Otra vez Kirovgrad. Sincronizadas
casas amarillentas, cuadradas, entre los bosques blancos, la escuela,
la plaza, las chimeneas de las fábricas, el frío extremo... la
apoteosis del Futurismo. Hace poco me hicieron recordar a Beli...
“este país es para la epopeya”, decía, atacando a los
acmeístas. Sí, es épico existir aquí. Triunfan los verbos, el
idioma ruso está infestado de ellos. La lírica somos nosotros.
El bisabuelo, el tártaro Yerulá,
era profesor de árabe en Ufá. Llegado el día, empezó a dar
también clases para campesinos, trabajadores, analfabetos... Después
lo detuvieron, lo mandaron a Siberia y lo encerraron allí hasta que
murió el tirano. El otro bisabuelo fue conductor de camiones contra
los alemanes en el frente de Bielorrusia.
El viejo árbol de año nuevo en
una caja de cartón. Figuritas de cristal. Una mazorca de maíz, un
pepino, un reloj, un viejo duende con barba de algodón, un soldadito
con una estrella roja, un limón, un muñequito de nieve... Ensalada de arenques
con remolacha, cebolla y patata, setas marinadas, mandarinas,
gelatina con carne... Entre el hielo de las ventanas se ve la plaza,
la estatua de Kírov, el Palacio de Cultura, mientras sigue nevando.
Nos reímos. El abuelo vuelve a
contar su gran historia. Sobre cuando un autobús le pasó por encima
de la cabeza después de resbalarse en el hielo cruzando la
carretera. Los compañeros de la fábrica vinieron a a su funeral.
“¡Yakovlevich! ¿Pero qué haces?” - le regañaban, contentos -
“¡Nos han dado el día libre en la fábrica para enterrarte!”.
Esto es de cuando en el mundo no
había teléfonos móviles, de cuando las sorpresas eran más
rotundas.
Ahora el abuelo ya no sale de
casa. Cosas de la edad. Mira por la ventana mientras fuma y dice
siempre dice lo mismo: “Hace ya tanto tiempo de eso, tanto
tiempo...” Aparece el presidente en la televisión, quedan diez
minutos para las doce y el fin del año. El abuelo se duerme
profundamente.
El año nuevo empieza con una
explosión de sol y cielo azul. Los optimistas hablan de veintiocho
grados bajo cero. La gente está de buen ánimo. Algunos se tambalean
todavía, y se tambalearán por tiempo indefinido. Se reparten
felicitaciones. Sobre un viejo trineo tiramos de tres grandes bidones
de agua. De forma milagrosa, hay agua líquida en el manantial.
Durante el largo camino, las pequeñas
vallas de las casas se doblan, se contonean, se retuercen bajo el
peso de la nieve. Pierden sus colores con el tiempo. Desteñidas,
torcidas, magníficas. Algunos, los del mal gusto, los traidores, las
ponen nuevas, rectas. A esas ni las miro.
Un fino chorro de agua sale de lo
hondo de la tierra, y a los pocos metros, al llegar al arroyo, se
hace hielo. Los vecinos han hecho a la fuente una caseta de madera
verde. Sobre ella está pintado Pushkin, y un poema escrito con letra
infantil.
Atardece pronto. Los pescadores
vuelven caminando sobre el hielo del enorme lago, como pulgas negras
que se mueven sobre una hoja de papel. Cae la noche. Se oyen
petardos, fuegos artificiales y, entre medias, mucho silencio. En ese
bosque hay lobos, alces, osos. El más temido es el llamado “Shatún”,
aquel oso rebelde que, nadie sabe por qué razón, no se duerme en
invierno. Ese pasa estos meses tambaleándose entre la nieve,
soñoliento, hambriento y furioso. Con el enérgico y sorprendido
acento de estas tierras me cuentan que no hay que temerles en verano,
que pasan sin más, que hay comida para todos. Pero ahora... ahora es
mejor beber un poquito de vodka, coge un poco de embutido, y vuelve
en verano, que iremos a buscar oro, y pescaremos unos peces así de
grandes... Qué poco se parecen estos hombre y estas mujeres a los de
Moscú, San Petersburgo... Su pueblo es más grande que cualquier
metrópoli. Aquí se lleva por dentro y por fuera un horizonte mucho
más ancho.
Ekaterimburgo otra vez. Visitamos
sus esculturas de hielo, en la Plaza de 1905. Paseo por la Calle
Vainer, la Calle Lenin... arriba, en la zona de las universidades,
hace enmudecer a cualquier capital del mundo.
De esos bloques de viviendas me
cuentan una historia curiosa: cuando se construyeron, en los años
30, no hicieron cocinas en los pisos. Había que liberar a la mujer
de la esclavitud de la cocina, y en su lugar, pusieron unos grandes
comedores a los que iban los vecinos a comer juntos.
El proyecto fracasó. Las ideas
hermosas no son siempre buenas ideas. A la gente le gustaba cocinar,
como tantas cosas que son innegociables. Construyeron cocinas.